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Es la tradición y no hay forma de salirse. Transitamos la estación de las buenas intenciones, aderezadas con un surtido de sentimentalismo entrañable. Y está bien que suceda una vez al año, porque sentirnos mejores, aunque sea de mentirijillas, acarrea mucha positividad, que como se sabe es la base de la nueva religión de la felicidad obligatoria. Y no digamos lo bien que sienta a los pesimistas radicales que por no esperar gran cosa de sus congéneres se alegran-nos alegramos-un montón al ver al cabestro de todo el año y todos los años ayudando a una ancianita a cruzar la calle con los ojos humedecidos de energía solidaria. Nos parece un logro digno de ser renovado al cabo de un año.

Por mi tendencia a reírme un poco de tanto empalago ambiental, por odiar cordialmente la incesante e implacable paliza de los ambientes musicales colmados de villancicos, por intentar oponerme a la psicosis de los regalos por triplicado (Santa Claus, Nochevieja y Reyes), por negarme encarnizadamente a me regalen un teléfono llamado  inteligente ( me parece una servidumbre innecesaria, veo lo que pasa luego en comidas y reuniones), por todo ello y por algunas cosas más, como no comer ni beber mucho más que lo habitual, ni trasnochar excesivamente ( o sea, casi nada), por todo ello, digo, uno ha adquirido fama de espíritu escasamente navideño y me dejan un poco de lado, lo cual no deja de tener alguna ventaja: es comodísimo eso de encontrarse ya debidamente empaquetados los regalos que uno  presuntamente tenía que salir a comprar.

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Pero la verdad es que llego a sentirme como un perrillo desvalido. Sólo Allen, en sus primeras navidades como huérfano, parece consciente de ello y me sigue por toda la casa para obsequiarme con sus habituales lametazos a la nariz en cuanto me descuido. Y entonces le cuento a mi amigo de lanas blancas y lengua inquieta que se equivocan mis próximos, que en realidad me encanta que llegue diciembre para ir al Turronero a por mi  turrón de yema, a por mis números de lotería de algunos  lugares habituales, escuchar ( y devolver) la ristra de bones festes por el  Carrer Nou, me gusta ( un par de minutos, solo, eso sí), escuchar el soniquete de los niños de San Ildefonso el día 22, llamar a amigos lejanos, regalar libros y unas botellitas, celebrar las fiestas con los compañeros de trabajo, con mi otra familia de «Es Diari»…

Tras premiarle con una loncha de carn i xulla  le cuento que este año he echado de menos ver por trigésimo octava vez la película «Qué bello es vivir» para enternecerme con la paradigmática bondad de James Stewart. La cuento también a Allen que me encanta buscar inocentadas en la prensa nacional el día 28 (este año han brillado por su ausencia por redundantes tras el cósmico embeleco del pequeño Nicolás), y que llego a mi paroxismo de gozo cuando tomo las uvas y brindo con mis seres queridos y sobre todo cuando los invitados se apiadan de mí y me dejan ir a la cama a una hora prudencial. Ay, Allen, le digo al darle las buenas noches, qué bien estaremos mañana, sin resaca, escuchando el concierto de Año Nuevo…Y qué decir de los Reyes, mi fiesta preferida  de toda la vida porque secretamente también celebro mi cumpleaños del día siguiente cuando nadie se acuerda, y ahora con la ilusión renovada por la regia presencia de la nieta-estrella, prolongar el placer de los turrones hasta Sant Antoni para endulzar el trago de la diada, en fin, ¡qué bello es vivir estas entrañables fiestas!

De verdad, no es coña marinera, no sé si me creen. Da lo mismo, igual les deseo a todos, todas, y madridistas, lo mejor para el nuevo año. No me atrevo a poner  la felicidad como horizonte porque no me parece realista (sería un inmutable estado beatífico y tal cosa no es posible, sin pesares no hay vida), pero sí  les deseo alegría de vivir a base de cultivar una adecuada dosis de deseo y curiosidad acorde con nuestro talento y posibilidades y la  convicción suficiente para desechar  de nuestras vidas la ignorancia, la mala leche (deberíamos aprender de la finezza italiana) y la codicia, que son los nuevos jinetes del apocalipsis a los que ahuyentar. Por lo menos hasta las próximas navidades.