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Si no han leído el excelente artículo que el periodista estadounidense David Brooks (http://internacional.elpais.com/internacional/2015/01/09/actualidad/1420843355_941930.html) publicó el 9 de enero en «The New York Times» –reproducido por «El País»- a raíz del reciente atentado contra la redacción de la revista satírica francesa «Charlie Hebdo», que se llevó por delante no sólo a gran parte del equipo de redacción de dicha revista, sino también a numerosas víctimas colaterales, les recomiendo vivamente que lo hagan.

Dicho artículo, que tiene el atrevimiento de titularse «Yo no soy Charlie Hebdo», empieza diciendo que «La reacción pública al atentado en París ha puesto de manifiesto que hay mucha gente que se apresura a idolatrar a quienes arremeten contra las opiniones de los terroristas islámicos, pero es mucho menos tolerante con quienes arremeten contra sus propias opiniones», lo cual demuestra a través de varios ejemplos extraídos de su entorno más directo: «La Universidad de Illinois despidió a un catedrático que explicaba la postura de la Iglesia católica respecto a la homosexualidad. La Universidad de Kansas expulsó a un catedrático por arremeter en Twitter contra la Asociación Nacional del Rifle. La Universidad de Vanderbilt retiró el reconocimiento a un grupo cristiano que insistía en que estuviese dirigida por cristianos».

Pero no hace falta llegar muy lejos para encontrar ejemplos de doble moral. Aquí los mismos políticos e intelectuales que ahora se proclaman a favor de la libertad de expresión y se declaran rendidos admiradores de «Charlie Hebdo» –de la que no creo que hubieran oído hablar antes del ataque y cuyo humor «deliberadamente ofensivo», como lo califica Brooks, dudo que compartan cuando atenta contra sus propias creencias- no se pronunciaron cuando la Audiencia Nacional prohibió la difusión de cierto número de «El Jueves» por un supuesto delito de injurias a la Corona. Son los mismos que apoyan que siga estando tipificado en el Código Penal, y castigado con duras penas, algo tan absurdo y desfasado como el «ultraje a la bandera».

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El artículo citado es una continua invitación a la coherencia ideológica: «Ahora que nos sentimos tan apenados por la masacre de esos escritores y directores de periódico en París, es un buen momento para adoptar una postura menos hipócrita hacia nuestras propias figuras controvertidas, provocadoras y satíricas». O todos o ninguno, en definitiva, viene a decir. Es injusto que debatamos sobre el uso del pañuelo islámico –y con ello estoy hablando del hiyab, ¡no del burka!- en los centros educativos, pero a nadie se le ocurra cuestionar por el mismo motivo el velo de las monjas o las omnipresentes crucecitas colgadas al cuello de los colegiales. Por otro lado, es paradójico que hasta las televisiones más comedidas hayan emitido íntegramente y en horario de máxima audiencia el salvaje linchamiento de Gadafi –la convención de Ginebra no estuvo en vigor ni para él ni para Sadam Husein ni para Osama Bin Laden, abatido a tiros antes de que pudiera abrir la boca-, pero debamos respetar el derecho a la intimidad y a gozar de una muerte digna de los ejecutados por los yihadistas, cuyos vídeos son fulminantemente censurados en YouTube (lo cual me parece perfecto, ¿eh?, entendámonos).

Pero el mismo respeto oscurantista deberíamos reservar para los fallecidos durante el ataque a «Charlie Hebdo» o contra las Torres Gemelas que para ese pobre policía musulmán abatido a tiros una y otra vez sobre una acera ante los ojos de todo el mundo. No olvidemos que el antisemitismo está prohibido por Ley, pero tan sólo el sentido común nos protege de la islamofobia rampante.

Tampoco saquemos mártires de donde no los hay. En el funeral por algunas de las víctimas del subsiguiente asedio a un supermercado kosher, algunos ilustres trombones se llenaron la boca diciendo que aquellos «murieron por la libertad de expresión»… ¡Anda ya, hombre! Murieron porque tuvieron la mala suerte de encontrarse allí en el momento menos indicado, murieron porque nadie les dio a elegir, porque no les quedaba otro remedio. Juana de Arco sabía a lo que se exponía y quizá aceptó su destino gustosamente, pero ellos sólo habían ido a hacer la compra. En este sentido, hay que reconocer la falta de hipocresía del actual Papa, que ha declarado: «Es cierto que no se puede reaccionar con violencia, pero si el doctor Gasbarri (organizador de los viajes papales)], que es un gran amigo, dice una grosería contra mi mamá, le espera un puñetazo. No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás». Aunque no comparta sus palabras, por lo menos no utiliza el doble rasero al que me refería.

Y si alguno se está preguntando qué es el edificio que acompaña a estas líneas, si una ermita solitaria, una antigua sinagoga o un morabito abandonado, desengáñese; sólo es un simple palomar. Paz, compasión, tolerancia: no hay mayor misterio ni bien más escaso.