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El talento no tiene precio. O se tiene o se envidia. Vivimos en una zoociedad en la que impera la productividad al hecho de hacer productos exclusivos. El que canta, el que escribe o incluso, el que vive. Quizás te cueste creerlo pero los hay que saben vivir muy bien. Porque tienen talento. En ser unos jetas, por ejemplo.

Aunque podría despotricar sobre ellos durante una columna y media, voy a darles tregua un rato porque ahora prefiero centrarme en los que con su talento nos hacen el día a día más fácil o menos difícil, como prefieras. Aquellos que derrochan una facilidad por hacer según qué cosa de un modo tan exquisito que hipnotiza.

A mí me pasa, como supongo que a ti, que tengo a una serie de personas que me alegran el día de una forma inconsciente. Un artículo, una canción, un vídeo o cualquier cosa que no me deja indiferente. Por ejemplo me suele gustar cuando Arturo Pérez Reverte manda a tomar por saco a alguien igual que me emociono con una composición de Cold Play. Sé que son dos cosas totalmente opuestas pero se parecen más de lo que te imaginas. Las dos comparten el cariño con el que están hechas, el temor con el que el autor siente que se juega el prestigio en cada sílaba de cada palabra. Nada, entonces, es gratuito.

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Luego me invade la envidia. La desesperación. La cruda realidad de saberme a kilómetros luz de su talento. Me doy cuenta de que aquella facilidad innata para hacer según qué no se puede comprar. El destino, el explosivo cóctel de genes, el ADN y la herencia familiar le regalan a uno el talento de hacer una cosa peor, igual o mejor que los otros.

¿Y qué pasa con el resto de mortales que sobrevivimos acomodados en la mediocridad? Que tenemos que contentarnos con leer a los que de verdad saben mientras algunos sufrimos delirios de grandeza en una columna perdida en un diario local. Aunque tengamos la certeza de que también nos jugamos el prestigio en cada palabra y estemos convencidos de que es el mejor coto privado de ideas del mundo.

dgelabertpetrus@gmail.com