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Hace ya mucho tiempo que vivimos en un mundo regido por la violencia, deshumanizado como los espagueti-westerns, donde los malos eran tan malos que morían como moscas. Había en Ciutadella una calle estrecha que llevaba de mi casa al colegio, una calle umbría, antigua, reposada, con un par de escaparates y un perro famélico y saltarín. Le decían la calle de San Juan Bosco –eso era antes de los callejeros en catalán-, pero yo podría llamarla «la calle del ayer». En el escaparate de can Fino se exhibían los últimos números del colorín titulado «El capitán Trueno». Entonces decíamos colorín, luego dijeron cómic, pero no sabíamos que el dibujante era un tal Ambrós, ni que el guionista era Víctor Mora. Miguel Ambrosio Zaragoza, Ambrós, nació en 1913 y murió en 1992, y fue un destacado dibujante del tebeo español, célebre por esa serie de aventuras, «El capitán Truen». Tebeo es otro sinónimo de cómic o historieta, procedente de la revista gráfica TBO que fue muy popular durante la postguerra española y que según decían contenía «material diverso destinado genéricamente a la infancia». Víctor Mora nació en Barcelona en 1931 y es un guionista de cómics y novelista célebre al que los niños de los años cincuenta ignorábamos, pese a que alimentaba nuestras fantasías con una imaginación poderosa, plástica y sugestiva. Ya había violencia en «El Capitán Trueno», una violencia caballeresca, moralizante y casi sacrosanta, respondiendo al signo de los tiempos; una violencia menos descarada que las posteriores películas de Clint Eastwood, las de la llamada Trilogía del Dólar, donde moría hasta el apuntador. Eran espagueti westerns en torno al tema de la odisea del Oeste americano, que ya había producido grandes obras como «Duelo al sol», basada en la novela de Niven Busch sobre el relato bíblico de Caín y Abel y dirigida por King Vidor, o «Raíces profundas», de 1953, basada en la novela de Jack Schaefer y dirigida por George Stevens con Alan Ladd encarnando al protagonista, y con el eterno tema de la pugna por la tierra usurpada a los indios. Era el arte de los pistoleros, arte de matar con una sola pistola y una sola mano, con un poncho, una colilla de cigarro y barba de varios días.

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Claro que todo eso era antes del «Terminator» de Schwarzenegger, antes de los efectos especiales con ordenador donde la sangre sigue vendiendo en taquilla con una fórmula tan vieja como el mundo para mantener tranquila a la población y ocultar hechos controvertidos.