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A media mañana, recogidos los periódicos, me instalo a la única una mesa que queda libre: el bar Bosch es una isla de teutones. Cielo aderezado de nubes vaporosas que no celan el sol pero lo dejan melancólico. El camarero me reconoce: «Otra vez por aquí el señor menorquín. Le sirvo lo de siempre, una langosta, ¿no?».

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Lo de siempre es mig pa llonguet amb sobrassada torrada, un cafelito y agua mineral. De espaldas al tráfico, alterno mi condición de voyeur con la de lector: pasa un grupo de Inserso liderado por una guía que, a modo de boya, lleva un paraguas abierto, pasa una chica joven y definitivamente gorda, que exhibe sus voluminosas excrecencias entre el pantalón y un sostén de amplio tonelaje. Enfrente, dos señoras mallorquinas, recién puestas de bisutería y laca, hojean respectivamente el «Hola» y «Diez minutos». Pasa un señorita, bella y remota, de falda mínima y botas máximas. A mi lado, dos alemanes visten pantalones cortos color pistacho, sandalias marrones y calcetines negros. Pasa y repasa por entre las mesas un joven ya naúfrago, pidiendo limosna, al que todo el mundo ignora y los camareros achuchan. Pasa una monja con la oreja adherida a un móvil; un comunicado celestial urgente, sin duda... Consumida la langosta, me sirvo un Almax. Desde un mesa cercana me sonríe una copiosa frau pero todavía en estado de merecer...; después de ajustarme el cuello de la camisa, descubro que ella está sonriendo a alguien detrás de mí...