TW

Ha pasado por Menorca la escritora Laura Freixas, en una de esas extrañas noches de verano en las que la luna llena sale majestuosa por la esquina más inesperada. En este caso salió (la luna) del otro lado de la piscina del hotel rural Son Granot, casi al final del encuentro literario con esta autora. La charla, titulada «¿Es hermafrodita la literatura? Cómo quise ser escritor y terminé siendo escritora», estaba organizada por el Ateneu de Maó, de la mano de Carme Cloquells y Marisa Allès, y solo se vio interrumpida por las voces desesperadas de un pavo real y el relinchar de algún caballo, mientras el resto del público escuchaba atento el transitar de Freixas desde que publicó su primer libro («El asesino en la muñeca») sin cuestionarse si su género (femenino, para más señas) tenía o no alguna relación determinante con la literatura hasta llegar a hoy, con una extensa bibliografía en su haber y después de haber sido ella misma sujeto (por evitar el objeto) de centenares de reseñas y entrevistas en los medios de comunicación.

Laura Freixas, que preside la asociación por la igualdad género en la cultura Clásicas y Modernas, lanzó en esta velada menorquina algunas de las preguntas patriarcales a las que da respuesta en su último libro, «El silencio de las madres. Y otras reflexiones sobre las mujeres en la cultura» (Aresta). Preguntas como: ¿por qué la guerra o el adulterio son temas tan explorados literariamente mientras que la maternidad (y la no maternidad, añado), por ejemplo, no está casi representada?; ¿por qué se pregunta siempre a las escritoras si escriben solo para mujeres y nunca nada parecido a los varones, a quienes no se les cuestiona el carácter universal/la condición humana que abarcan sus obras?; ¿por qué esa connotación negativa de lo femenino, de las lectoras, de las autoras, de las aes?; ¿por qué la mujer se agrupa en un bloque y el varón que escribe tiene nombre y rostro propio?; ¿por qué predomina esa condescendencia hacia la mujer en el terreno artístico (y en cualquier terreno laboral), como si sus investigaciones, obras, proyectos y trayectorias fuesen capricho de muchacha y solo el varón tuviera la legitimidad de alcanzar el prestigio y el reconocimiento oficial? No hay más que ver un suplemento cultural (literario, en estos lodos) para comparar la presencia de unas y otros y hacer números (o deshacerlos en papeles muy pequeños: meterlos uno a uno en la boca, sabor a papel y tinta, y proyectarlos como lanzallamas contra el techo, soplando por un extremo de la carcasa del bolígrafo).

Noticias relacionadas

Los personajes literarios femeninos han salido casi siempre de la imaginación masculina, recordó Laura Freixas, y los arquetipos se han quedado cortos: mujer-musa-de; mujer-puta; mujer-bella; mujer-castigadora-de; mujer-mártir; mujer-hechicera; mujer-madre-de; mujer-amiga-de; mujer-hija-de; mujer-de-alguien, en definitiva. Faltan todas las otras.

Virginia Woolf fue una de las primeras en tratar de avergonzar a estas desigualdades que Freixas ya ha abordado en obras anteriores —«Literatura y mujeres» y «La novela femenil y sus lectrices»—. Para Woolf, tal y como dijo en «Una habitación propia» (un ensayo tomado de las conferencias que dio nada menos que en 1928, que reflexiona sobre cuestiones que aún hoy, en 2015, siguen dificultando la creación y el desarrollo artístico de esos seres humanos nacidos con órganos reproductores femeninos), una mujer para escribir necesita un cuarto propio y dinero: «El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: 'Escribe si quieres; a mí no me importa nada.' El mundo le decía con una risotada: '¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?'».

Ahora sabemos que no basta con la independencia económica/moral/intelectual para rozar esa igualdad creadora: hace falta una avalancha silenciosa que involucre a todos, sean del sexo que sean —lectores, críticos, editores, periodistas y larga cadena—, y que se abre paso gracias a todas las autoras que hacen y comparten literatura de alto nivel con la experiencia femenina entre las uñas y las teclas y añaden personajes y relaciones a ese inconsciente colectivo que el arte va engordando y que da como resultado una representación de la realidad hasta ahora tan desnivelada. Y es que la literatura (el arte) no es masculina ni femenina, pero creo que tampoco hermafrodita: es otra cosa/sueño que se construye con palabras pero que no las encuentra y escribir ahora, después de esta última luna llena, es casi tan revolucionario como ser griego y decir no a los negocios sucios y sí a la democracia que los parió.