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Hace unos años, algún organismo institucional que puede que fuera el Consell Insular –no puedo asegurarlo- puso en marcha una campaña de fomento de la lectura durante la que repartieron cientos de pegatinas, pósters y camisetas decoradas con lemas tan divertidos y originales como «Sóc friqui, m'agrada llegir!». Como al CEPA Joan Mir i Mir no llegó ni uno, a pesar de que se suponía que iban a distribuirse en los centros educativos –todavía me estoy preguntando qué se supone que somos nosotros entonces-, tuve que abastecerme a través de mi adorada Biblioteca Pública de Maó. Todavía queda algún que otro póster descolorido colgado por los pasillos, alguna pegatina adherida a los cristales, pero hace años que no veo a nadie con las camisetas. Y no es de extrañar, pues eran de algodón grueso, basto y rígido, además de tener el cuello tan estrecho como una gorguera. ¡Ni con todo mi entusiasmo por el mensaje que transmitía fui capaz de salir a la calle con semejante sayón! Espero que la elección de la tela no fuera un lapsus linguae de quien las diseñó…

Y es que en este país realmente hay que ser muy friqui para que te guste leer y encima alardear de ello, sobre todo entre los adolescentes. Ya cuando yo iba al instituto –el IB Montserrat de Barcelona- había que disimular que te gustara cualquier otra cosa que no fuera ligotear y hacer botellón los viernes por la noche tirado en las sucias escalinatas que rodean la Plaça del Sol (aunque mis preferidas siempre fueron la de la Virreina y la de Rius i Taulet). Los pocos que frecuentábamos cines en versión original subtitulada como el Verdi, asistíamos a alguna representación teatral de vez en cuando –recuerdo especialmente el «Calígula» de Luis Merlo y «El temps i els Conway», de J.B. Priestley-, estábamos al tanto de las exposiciones artísticas, o hacíamos cosas tan reprensibles como cantar en un coro o recibir lecciones de ballet clásico, jamás lo habríamos confesado en público. ¡Antes la muerte! Ya que de todos es bien sabido que una cosa es tener carné del Barça y otra muy distinta, ser socio de Abacus.

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Leer no mola ni ha molado en la vida. Como decían los energúmenos de mi instituto, «és de penjats», de inadaptados sociales, de friquis granujientos con gafas de culo de vaso que jamás se comerán un rosco. En este sentido, hacer deporte es bien distinto: matarse a correr cada mañana, lucir unos bíceps torneados o unos abdominales tan marcados como el caparazón de una tortuga marina otorga prestigio y aumenta las posibilidades de éxito con el otro sexo. Lo veo claramente en clase cuando mando trabajos de lectura y les digo a mis alumnos que como mínimo hay que elaborar uno, pero que cuantos más me entreguen mejor nota obtendrán a final de curso… ¿Me creerán si les digo que siempre, todos los años y en todas las clases, salta el bravucón de turno preguntándose en voz alta quién va a ser tan memo de leer más de lo estrictamente necesario? ¿Y si les digo que muchas veces es ese mismo bravucón quien suele entregarme más de un trabajo? Eso sí, a escondidas. No vaya a ser que nos pillen los compañeros…

Tres cuartos de lo mismo sucede con sus mayores, ¿eh?, no se vayan a pensar. Hace unos días asistí a una representación de la adaptación teatral de «La plaça del Diamant». No hablaré aquí de las bondades del texto, ni de la esforzada interpretación de Lolita, ni de la monumental llantina que me pegué, bien oculta tras los cristales de unas gafotas de pasta que reservo para estas ocasiones… Tan sólo diré, sin ánimo de ofender a nadie, que la edad media de los asistentes era bastante elevada: apenas había ningún menor de treinta años sentado entre el público. Y algún mastuerzo apostillará: «Es que el teatro es caro, debería ser gratuito». ¡Más caros son los iPhones y hasta el último pelagatos de este país tiene uno! Mi móvil es una birria de 32 euros y bien que me las apaño con él para echar cuatro fotos y utilizar WhatsApp, que al fin y al cabo es lo que hace todo el mundo; así queda dinero para ir de conciertos, viajar o pagarse algún cursillo apetitoso.
Por otro lado, hay que remarcar que las actividades culturales gratuitas abundan, al menos en nuestra Isla. Sería bonito que este verano, además de las uñas pintadas de rojo coral, se llevara la lectura… Para combatir la ola de calor, nuestros mejores aliados habrían de ser un buen chapuzón, una novela apasionante y varias rajas de sandía fresquita.

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