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El pueblo, cualquier pueblo, establece unos estatutos que deben observar sus habitantes. Decretan ante todo seguir los pasos de los demás para su total integración. Lo mismo, a la inversa, proclama Erich Fromm, en su excelente ensayo «El arte de amar», cuando avisa de que el todo admite solo al igual, no al dispar. Una persona que no respeta las ordenanzas es, pues, inevitablemente, víctima de los cotilleos del entorno.

Los estatutos son, sin embargo, la fuerza impulsora, la motricidad, de sus habitantes. Estos planean con su entendimiento más tiempo por las esferas vecinales que por las propiamente suyas. El entramado social suple al personal. El pueblo, el colectivo, es la suma de las individualidades y por lo tanto la individualidad añosa, decana, soberana. El chip de sus habitantes. Impide adentrarse en las cavernas del yo sin la compañía de una guía vecinal. Las cavilaciones comunitarias coercen las existencialistas hasta el inicio del chocheo, en la senectud.

Esta alienación es perfectamente legal, una de las propuestas formuladas por Dios para eximir al hombre de la soledad. Ciertamente en el pueblo se está de continuo en el ojo del huracán, pero esta vigilancia insta a la superación, a mejorar el comportamiento, a instalarse solidariamente con los demás. Residir en una comunidad menor equivale a permanecer alrededor de una hoguera, calentito, agrupado, atento de todos modos a no chamuscarse, con las chispas, cuando el fuego se esparce.

El pueblo no guarda similitud con la ciudad donde el ciudadano, inmerso en el anonimato, sin ordenanzas, pronto o tarde, se encuentra solo a pesar de estar rodeado de una muchedumbre. La ciudad es impersonal y acaba por helar al ciudadano. Este aislamiento, esta displicencia, lo conduce a enfrentarse a su yo antes de hora. Y no encuentra incentivos para la superación si no asume con entereza el calado espeleológico de la existencia.

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El barrio, en cambio, es análogo al pueblo. El ciudadano periférico difícilmente se habitúa a morar en el centro cuando crea una familia y se desplaza de la vivienda paternal. Será un cambio de costumbres, pero también un cambio de temperatura urbana, o lo que es lo mismo: de temperatura humana. Pasará del ecuador al polo...

Provienen por otra parte los estatutos según los innumerables avatares y mutaciones acaecidos a lo largo de los siglos: el patrimonio íntimo, la idiosincrasia, siempre en evolución, de un pueblo o de una ciudad.

La base, de todos modos, es invariable.

La puso Dios.