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Usted vive rodeado de asesinos... El otro día -¿recuerdas?- tuviste que enfrentarte a uno. Los hay que rozan la adolescencia y otros que, en cambio, están en los lindes de su propia muerte. Son hábiles y su arma preferida es tan letal como indetectable. Los hay sutiles y otros rematadamente chabacanos. Te los encuentras en la panadería. O puede que en la librería de la esquina.

Frecuentemente, en los bares, cuando las vívidas luces del día dan fe de que sigues vivo. Los hay de gordos y de flacos, de altos y de bajos, de estúpidos y de listísimos... La policía los ignora. Y hace bien, porque su delito es intangible y, curiosamente, aceptado por la sociedad. Algunos de sus amigos lo son.

Sus víctimas no huelen, ni son cubiertas con decoro en sacos negros, ni dejan a su alrededor lo que, comúnmente, se denomina escenario del crimen. Rara vez llegan a los juzgados. Ni tan siquiera a las comisarias. Y la indefensión, ante ellos, es, prácticamente, total. Sus objetivos, incluso, no llegan a percatarse de que han muerto. Tal vez porque la munición que utilizan no tiene ni olor, ni forma... No quedan ni tan siquiera casquillos. Sobran forenses y jueces que dictaminen el alzamiento del cadáver, porque, aun habiéndolo, no lo hay. Sólo Poirot supo de ellos en «Telón». Son vecinos suyos, familiares suyos, compañeros de trabajo suyos... No hay sangre, ni sesos en una carretera en frías noches de desconsuelo. No hay vísceras bajo tenues luces. Son sicarios inteligentísimos que no matan a lo bestia, con una 45 o una Magnum. No hay ejecuciones rápidas, sino ceremonias lentas. Sus víctimas tienen la particularidad de no saberlo y siguen andando emulando a the walking dead...

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Son, en definitiva, psicópatas que no acribillan el cuerpo de sus víctimas, pero sí su alma y su honorabilidad... Y, tristemente para ti, profesor de Lengua, sus armas son la palabra y la cobarde aceptación que de esa palabra mancillada hacéis todos sin preguntar. Hablas -¡natural!- de la calumnia o de esa mentira que acaba con alguien y a la que, curiosamente, no dais importancia. Puede entonces que el objetivo vaya perdiendo amigos sin saber por qué y sin opción, tan siquiera, a la defensa. O que alguien deje de saludarle. Tal vez, incluso, el reo sea aislado profesional o socialmente... Hubo quien llegó al suicidio. Y ahí sí hubo vísceras, pero no detenciones. Después de una muerte física, hay esa otra, igualmente irreparable. Hay muchos walking dead por la calle sin saber el por qué de su ninguneo. No saben que son maltratadores sin serlo –tal vez porque la abogada le dijo a la esposa que una calumnia era buena para obtener la custodia de los hijos-. No saben que son borrachos, sin serlo. O jugadores, sin serlo. O que tienen amantes, sin tenerlas...

Hace poco te topaste con una asesina: viejecita, encantadora, con canas que personificaban la bondad inexistente, iba despellejando, asesinando, a una excelente profesional de la medicina. La suerte quiso que la escucharas y que tuvieras certeza plena de la falsedad de lo que vomitaba. Movido más por la ira que por la prudencia te metiste en la conversación, deshiciste sus calumnias y, sí, la insultaste. Puede que llegaras tarde, pero en ese momento te sentiste bien, como Clint Eastwood metido a inspector Harry Callahan.

No podéis cambiar el mundo. O que su riqueza se reparta, de una puñetera vez, de manera equitativa. O que los políticos no os mientan... Pero si taparle la boca a esos cabrones que asesinan con la mentira, diariamente, sabiéndose aforados por la cobardía de vuestro silencio. Por eso, tal vez, estaría bien que cuando alguien estuviera a punto de ejecutar a alguien en vuestra presencia le soltarais un «no me interesa» o, si os lo pide el cuerpo, un no tan educado «váyase usted a la mierda». Porque todos podéis ser, a la postre, Harry Callahan...