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Permítanme que hoy les cuente un cuento, el cuento del verano que nunca existió. Allá por 1816, cuando Napoleón se hallaba recluido en la isla de Santa Elena, pero ya había sembrado muerte y destrucción por toda Europa, empezaron a dejarse sentir en el hemisferio norte las consecuencias de la erupción del volcán Tambora (1815), que arrojó a la atmósfera unas 1.500.000 toneladas de polvo que hicieron que la temperatura bajara más de cinco grados, el volumen de la lluvia se triplicara y nevara copiosamente a finales de mayo en numerosos lugares del continente europeo. Las cosechas se malograron y la escasez de alimentos produjo infinidad de altercados y revueltas entre la población, ya de por sí extremada por las cruentas campañas napoleónicas, como había documentado Goya en su escalofriante colección de grabados «Los desastres de la guerra».

Entre el 16 y el 19 de junio tuvo lugar en Suiza un fenómeno sin precedentes: el sol se ocultó tras unas nubes tan oscuras, tormentosas y densas que durante tres días pareció que no hubiera amanecido y que la noche se hubiera apoderado del mundo para siempre. Fue entonces cuando se encontraron en Villa Diodati, a orillas del lago Leman, en Ginebra, cinco personajes que habían de marcar la historia de la Literatura: el excéntrico escritor inglés lord Byron; su médico, secretario y amante ocasional John William Polidori; la jovencísima Claire Clairmont, reciente conquista del primero, al que se había ofrecido descaradamente por carta; su hermanastra Mary y el compañero sentimental de ésta, el poeta Percy Bysshe Shelley.

Todos ellos, además de unos nombres rimbombantes, arrastraban un pesado bagaje sentimental a pesar de su juventud. Byron, que a sus veintiocho años era el mayor con gran diferencia, había sido poco menos que expulsado de su país natal tras difundirse la noticia de que había concebido una hija ilegítima con una medio hermana suya estando casado con otra. La complicada genealogía de las dos huéspedes femeninas de Villa Diodati merece un aparte. El padre de Mary, el editor anarquista William Godwin, se casó con la madre de ésta, Mary Wollstonecraft, una de las primeras y más acérrimas feministas de la Historia, que ya tenía una niña, a la que adoptó. Se dice que ambos se amaban con locura a pesar de pelearse como leones, pero su tumultuosa felicidad duró apenas unos meses, ya que Mary madre murió de septicemia a los doce días de parir a su única hija en común. A continuación, y tras varias intentonas frustradas, el viudo contrajo matrimonio con una vecina, parece ser que con el único fin de dotar de una nueva madre a las dos huérfanas resultantes. Dicha vecina, Mary Jane Clairmont –que no era una ama de casa cualquiera, sino la traductora de los hermanos Grimm al inglés y había sido amiga del iluminado William Blake- aportó otros dos hijos propios a la unión, la más joven de los cuales era Claire Clairmont. En cuanto a Shelley, había abandonado a su legítima esposa en favor de Mary, con la que se casaría al suicidarse aquélla.

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A mediados de junio del 1816, durante aquellas tres noches sin día a las que ya me he referido y con la imaginación exacerbada por los relatos fantasmagóricos que lord Byron leía a sus huéspedes con voz cavernosa, el atormentado Polidori ideó «El vampiro», novela fundacional de dicho género y principal inspiración del «Drácula» (1897) de Bram Stoker, y Mary a su inmortal criatura «Frankenstein». Lo que siguió a la concepción de ambos monstruos no es menos truculento que la trama de ambas narraciones: Polidori se colgó de una viga a los pocos años, Shelley se ahogó a bordo de una travesía suicida y su cuerpo fue incinerado en la playa de Viareggio (se dice que su corazón no ardió y está enterrado en Inglaterra, mientras que sus cenizas reposan en el Cimitero Acattolico de Roma), y Byron murió de unas fiebres reumáticas en Mesolongi mientras se encontraba luchando por la independencia de Grecia del Imperio Otomano.

De todo esto, y mucho más, pues cada uno de estos personajes conlleva inesperadas ramificaciones imposibles de resumir en un artículo tan breve como éste, trata «El año del verano que nunca llegó», novelón del colombiano William Ospina que he devorado -¡dos veces seguidas!- los últimos días… Les dejó con él y sus fantasmas helados, buena lectura.

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