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Compruebo que todavía existen inscripciones, no ya en los retretes públicos, sino en los pupitres del colegio. Autores anónimos que han escrito en forma de grafiti las mejores páginas en piedra o en madera, siguiendo una costumbre ancestral, pero que puso de moda Taki 183, la firma (tag) de un chico de origen griego que empezó a aparecer en todos lados a finales de los años sesenta en Nueva York. Pero como no hay nada nuevo bajo el sol, la costumbre de rayar pupitres es tan antigua como el mundo. Hace años entré en el aula de la universidad de Salamanca donde enseñaba Fray Luis de León y los bancos estaban tan garabateados como los de cualquier instituto de secundaria, y seguramente figuraría allí el nombre de más de un ilustre escritor. Inscripciones repujadas, pintarrajeadas con bolígrafo o tizón, como hacían los hombres primitivos en sus cuevas. «Pepito quiere a Pepita», y un corazón minuciosamente labrado. Pero no es eso. Hoy ya no es eso. Los grafiti poco reverentes de hoy nos dan a entender que vivimos en una sociedad nada ingenua, que nadie se chupa el dedo. Una sociedad donde el amor es casi un término de cambio o de estado de ánimo, y ya no se dice marido ni mujer ni novio ni novia sino «pareja», como si todos fuéramos monjas o guardias civiles. «Deberíamos casarnos», dice la chica al chico, antes de que le maten, en la película «Ghost», una película de amor que toca la fibra sensible de la gente, donde los buenos son tan buenos que van al cielo, aunque sean simplemente «pareja». Esos podrían haber escrito grafitis de los clásicos, de los que escribió Antonio Machado en Campos de Soria: «Estos chopos del río tienen en sus corteza grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas».

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Pero los álamos del amor han sido sustituidos por las paredes del metro, las puertas cocheras y cualquier tapia que ofrezca un soporte limpio a los artistas del grafiti. Entre slogans políticos o ecológicos, aún pueden verse declaraciones de amor, o frases más o menos filosóficas. Todavía recuerdo el anónimo de un banco del instituto que decía: «El món és una merda i noltros som ses mosques». Se trataba de un artesano del grafiti, puesto que se empleaba en arrancar previamente la lámina protectora y luego marcaba la tabla con navaja y repintaba con rotulador. Era también un epicúreo, puesto que después descendía a lo prosaico sin pasar por el estadio poético-amoroso y entraba directamente a matar anunciando: «Se busca chica».