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Aprendí a conocer a las personas a través de mis hijos. Ni diez vueltas alrededor del mundo me hubieran otorgado tanto conocimiento. Contemplaba ahora la película de la vida desde sus inicios, donde yo debía ser el director de tres nuevos actores. Algo desde luego novedoso para mí. ¡Tarea sumamente dificultosa!, tanto, que un pensador dijo en cierta ocasión que la educación de los hijos es la asignatura pendiente del hombre.

En primer lugar, los padres, por su juventud, todavía no han madurado. Tienen demasiada energía y en cambio poca sapiencia. Además, unos esquemas que generalmente suelen fracasar por no personalizar o no tener paciencia.

Educar a un hijo me ha parecido siempre, similar a guiar un coche. Se debe frenar, acelerar, cambiar de marcha, etc., según su cilindrada y el trazado del día.

Yo no era de los peores conductores. Sin embargo viraba a veces en una curva con demasiada rapidez o aceleraba en vez de frenar y los niños solían quejarse.

No era desde luego enemigo de mis hijos, pero tampoco éramos camaradas. Y yo creo, es un fallo que personas tan cercanas estén unidas solo por lazos de sangre y no de amistad.

Hice votos, pues, para conducir mejor sobre todo por carreteras sinuosas, en curvas cerradas o en los adelantamientos, sin hacer desde luego concesiones, como por ejemplo permitirles poner los pies sobre los asientos o verter restos por el suelo. En fin, entendí a tiempo que los padres siempre aventajan en conocimiento y en astucia a los hijos, por lo que decidí no enfrentarme a ellos, sino sitiarlos por detrás como en las guerrillas.

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Ya no les regañé más abiertamente. Me hacía la víctima. Usaba argucias pedagógicas, divertidas, para que recapacitasen. Al final de cada discrepancia los tres terminábamos, desternillándonos, estrechando nuestros lazos de amistad.

Mi teatralidad dio resultado hasta la adolescencia.

Sucedieron entonces algunos hechos que me llevaron de nuevo a reflexionar. Pretende el padre de ordinario que el hijo no experimente lo que él experimentó de joven, por considerarlo impropio, algo absolutamente desacertado como pueden comprender. Yo era, se puede decir, uno de estos alcornoques que pretenden cambiar el mundo hasta que me llamaron una tarde del hospital.

Mi hija mayor había consumido alcohol y estaba ingresada, por habérsele bajado el azúcar hasta límites extremos. Me recalcaron, de todos modos, estar ya bastante recuperada, sin peligro. Arranqué el automóvil dispuesto a reprenderla. A medida que avanzaba fui sin embargo comprendiendo que ella era responsable –esto, ante todo-, y además tenía derecho a probar lo que quisiera, lo que le viniera en gana, y el alcohol un día u otro se prueba. Cuando aparqué en el hospital era algo más sabio que antes, !que cuesta serlo del todo!, si no, miren cuántos hay alrededor, ¡ni a cien alcanzan!

Al verme esperaba una mueca en mi rostro y vio en cambio comprensión. Cuando le di un beso en la frente, sellamos nuestra amistad para siempre.

Este artículo corresponde a un fragmento de la novela «El abuelo de Hawaii».

florenciohdez@hotmail.com