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En clase, en esas horas que se les antojan eternamente repetidas, los alumnos estudian a Benedetti. Salvo ese –inevitable siempre- que busca otro horizonte más allá de los cristales de ventana redentora. Benedetti no está ahí, corpóreo, pero su presencia se vuelve eterna y punzante a través de voz enclaustrada de C.D. o de palabras que saltan, juguetonas, desde las páginas de un pequeño gran libro: «Poesía con los jóvenes». Contra todo pronóstico, el uruguayo no les dibuja a esos adolescentes un óleo amable de la vida, una visión positiva de lo que les aguarda en ese horizonte que ese chaval sigue, sí, oteando desde el ventanal envejecido. Les cuenta, aquí con más voz de anciano que de poeta, que sus esperanzas quizás mueran por culpa de ese sobre/nómina mezquino que recibirán y que no dará abasto para la vida y solo para la supervivencia; que cambiarán, moldeados por la rutina, e irán dejando, lentamente, pedazos de existencia en sórdidas oficinas en las que el tiempo se les irá escurriendo rápida e inconscientemente, como cristalina agua de entre los dedos; que tendrán que pelear duro para acariciar -y conservar- el amor que dará –o no- sentido a sus días recién puestos de largo y que, un día, aún sin haberse mudado en viejos, se sentirán como tales, ante la inminencia de su insoslayable otoño…

Julia, una alumna, se increpa sobre el poeta que se muestra tan crudamente paternal, sobre el porqué de esa visión tan pesimista del devenir humano. Podrías decirle, a secas, que eso es lo que hay; que eso es lo que toca; que la voz de Benedetti no es si no aviso. Pero te abstienes. Porque sabes que su mensaje final es distinto…

Pero, entretanto, el poeta les saluda en varios idiomas; les pide a tus alumnos, ruega más bien, que reaccionen ante el horror que amanece cada día… Y, entonces, Benedetti tiene mucho de Machado (el Machado del «presente es malo, pero el futuro es mío») o del Quijote cervantino que optó por locura, esa que no era otra que quimera. Y les cuenta -¡despabílate!- que cuarenta mil niños mueren, cada día, únicamente en el Tercer Mundo, de hambre; que la onu –en merecidas minúsculas- tiene mucho de abuela chocha, yerma e inútil; que hay gente desasistida con sida. o desvergüenza y que existió una Hiroshima y un Enola Gay…

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¿Es esa la mochila que portan tus alumnos -y que no fabricaron ellos- ahora enmudecidos? ¿Es ese, el presente, de horror, con el que seguirán amaneciendo? Puede. Ojalá no. Pero no así su futuro. Por eso el uruguayo les recuerda que queda, ante «este mundo de paciencia y asco (…) de rutina y ruina», mucho más que cocaína y cerveza, vértigo y discotecas, grafittis y rock. Y es como si ahora Benedetti se metiera a electricista e iluminara, de pronto, sombras de aula y conciencia, tenebrismos de imposibles horizontes y esperanzas interiores… Y en el poema último («¿Qué les queda a los jóvenes?») alza su voz para enseñarles que les queda no decir amén ni permitir que les maten el amor; que les queda el habla y la utopía; no convertirse en viejos prematuros; descubrir las raíces del horror e inventar la paz… Que les queda mucho por hacer, lo que vosotros –que tantas veces sin conocimiento los censuráis- no hicisteis… Les queda hacer futuro, «a pesar de los ruines del pasado/ y los sabios granujas del presente».

Aunque, para hacerlo, sí, andarán –lo sabes- necesitados de referentes, de modelos honrados y honestos, de estímulos y ejemplos, de valores y espejos… Y a estas alturas no sabes, a ciencia cierta, si los hallarán en esta tierra de corruptos y viscerales; de intolerantes y minusválidos de la concordia; de… Y esa es, nuevamente, vuestra responsabilidad (que no la suya) como lo fue el Enola Gay o los niños de Etiopía…

¿Estaréis por la labor?
Y, mientras, miras a tus alumnos leyendo a Benedetti. Esperas que sí, que estéis por la labor. Pero esperas sin lógica, sin certezas... O lo que es peor: sin fundamento…