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En su pesadilla, juega al parchís. El ambiente es sórdido. Como suele serlo en los sueños donde lo vivido y lo temido se mezclan de manera irracional… Los jugadores se muestran orgullosos y prepotentes, los primeros; sumisos y obedientes, los segundos. Huele a carne putrefacta. El hedor juguetea por entre las sillas, recorre los oscuros recovecos de la estancia y, finalmente, corretea por entre las fichas. Lo curioso es que nadie sabe, a ciencia cierta, quién tira los dados, esos que invariablemente favorecen a unos y perjudican a otros. En ese extraño azar, los sumisos solo obtienen cifras bajas, mientras los orgullosos alcanzan las caras más amables de esos seres juguetones que son lanzados sobre el tablero maltrecho. Los obedientes esperan al cinco para empezar con su andadura. Los prepotentes inauguran la partida sin requisito inicial alguno. En su sueño, piensa que, a la postre, tampoco es lo mismo haber nacido en Europa que en Etiopía. Que nadie comienza a vivir con igualdad de posibilidades, de probabilidades… Los nacidos en el viejo continente ocuparán con facilidad pupitres, comedores y dormitorios con techo. Los paridos en el Tercer Mundo difícilmente accederán a su dignidad, sajada. Los europeos sacan un seis… Los tercermundistas, a lo sumo, un uno… Pero –y esa pregunta se la va iterando hasta la saciedad el soñador-, ¿quién lanza los dados? ¿Quién los truca?

Antiguamente se conocía la identidad del adversario… El obrero conocía al patrón. Pero, en su mundo onírico, aterrador, el que maneja el cubilete no es ya un ser con nombres y apellidos, sino una multinacional que, a su vez, depende de otra y… El parchís, en ocasiones, tiene mucho de 'oca'. Y, en ascensión, un consejo de administración pertenece a otro y este, a su vez, a un tercero y, así, se va tirando porque, simplemente, toca. Alguien –quién- lo ha decidido de esa guisa…

Los sumisos nunca cuentan diez cuando, por uno de esos milagros del destino, entran en su casa, tan solo cinco… Un poder judicial arbitrario ha dispuesto nuevas reglas y que la ley, a fin de cuentas, no sea igual para todos. Tampoco avanzan jamás veinte... A los jugadores afortunados, por su parte, les agrada matar, aunque la partida esté ya sentenciada. Matar por hambre, matar por omisión, matar porque se intenta acabar con el vomitivo terrorismo desde la trinchera errónea y el estallido cae en una ciudad y ensangrienta irreparablemente a un niño o a una madre o a un anciano… Esos invisibles a los que nadie pone un cirio. Esos a los que nadie, salvo algunos benditos, tiene presentes en sus oraciones. Esos que no nacieron ni en Francia, ni en Bélgica… Porque la jodieron con el color y la casilla de partida escogida o, peor todavía, impuesta.

Y el malabarista, con sus dados, sigue construyendo puentes que, sin embargo, no unen, tan solo impiden el paso de las fichas de los inocentes para que, hacinados en sus guetos, aguarden la muerte que, lentamente, se les acerca en sádico ritual.

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Finalmente, las fichas penetran en las casas de los bienaventurados del dólar, esos que, sin embargo, únicamente lo son en el local del hedor, pero no en los textos evangélicos, esos textos que se decantan por los que sacan un uno o por aquellos a los que se les hurta, incluso, el dado. Y desde la placidez de la última casilla, los vencedores tramposos miran a los desheredados de la tierra permitiéndoles tirar una vez más… Porque esa tirada no supone peligro alguno y tranquiliza conciencias…

Luego, el soñador se despierta y contempla cuanto le rodea. Y la partida se prolonga en la realidad: unos esperan un cinco y, otros, sin él, llevan ya siglos correteando por el tablero… Unos nacen en Etiopía y otros en Estrasburgo. Mientras, invisibles crupieres –¿quiénes?- continúan lanzando los dados de la desvergüenza y el hedor arrecia, ese hedor que, por la fuerza de la costumbre, a nadie molesta ya…