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A menudo se escribe de manera frívola sobre el hombre. En vez de desenmarañarlo, lían todavía más su identidad. Argumentar algunos fundamentos vitales sin la precisión que requiere un tema tan esencial se presta en ocasiones a confusión. No puntualizar por ejemplo si los contenidos van dirigidos a un hombre o a una mujer, cuando ambos mecanismos son esquemáticamente distintos -entreveo la faz incrédula o atónita de una fémina al contemplar tantas veces su exclusión en algunos textos- puede ser sin duda incongruente. Como, igualmente, incongruente puede ser no especificar la década por la que transita la persona. 

  Porque una persona sea hombre o mujer cambia cada hora, cada minuto, incluso cada segundo, que transcurre. La metamorfosis se hace patente, de manera innegable, en cada década. Las décadas vienen a señalar los diferentes estados que se atraviesa. Hasta los diez años es un formato: de diez a veinte, otro: de veinte a treinta, otro distinto; de treinta a cuarenta sigue la evolución; de cuarenta a cincuenta...En cada década la persona tiene asentamientos distintos, tanto físicos como psicológicos, filosóficos o espirituales. A paso lento se acopian unos cuantos. A sentir por ejemplo las sensaciones de un hermano mayor que recién ha abandonado la década que uno recoge. A parecerse al padre porque llegó a su nivel. O a alcanzar los contornos de aquel abuelo ya fallecido. A lo largo y ancho del tiempo somos sujetos rematadamente distintos. Si nos cruzáramos con aquel joven que éramos, antaño, sin duda alguna no nos reconoceríamos. Y en lo referente a convicciones, opiniones o entretenimientos creeríamos estar delante de un extraño. Hasta enseres, vestimentas y demás se aproximan o alejan en la medida del tiempo. Solo el nombre y los apellidos permanecen, fieles, invariables. Ellos, sólo ellos, reafirman nuestra voluble identidad. El resto lo metamorfosea el tiempo...hasta diluirlo.

  Nuestra existencia puede también clasificarse en dos fases.

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 La primera consta de las cuatro primeras décadas. Es una etapa de potenciación, formación e ilustración. En ella la persona aglutina toda clase de vivencias. Cuando clausura la cuarta década es como aquel niño que ya ha reunido casi todos los cromos de su colección.

  La segunda consta de las últimas cuatro décadas. Se distingue por su plenitud. La ignorancia da paso al conocimiento; la prepotencia núbil se convierte en docta instrucción. En la última fase la persona generalmente clasifica los cromos, los fija y repasa si le falta alguno en el álbum.

  Las décadas son los distintos formatos del yo, superpuestos, denunciando claramente una metamorfosis a modo de la larva. Sin embargo, la última década, la que  correspondería a la gloriosa eclosión de la mariposa, la persona se convierte de manera lamentable en un gusano. Un proceso aparentemente inverso. Se mariposea en la juventud y se termina en el ataúd.

  O quizá se trata de una oruga que teje laboriosamente su crisálida y una vez inmolada eclosiona espiritualmente como mariposa.