TW

Tengo cuatro mil quinientos caracteres para hablar de Federico García Lorca (1898-1936) de la mano de Lluís Pasqual (Reus, 1951) y de Lluís Pasqual, «De la mano de Federico» (Arpa Editores), que es como ha titulado su primer libro este director escénico, fundador en 1976 del Teatre Lliure, que ha llevado (como nadie) la obra del autor de Fuente Vaqueros por los teatros (y las venas) de todo el mundo.

Pasqual acaba de pasar unos días en Menorca compartiendo los libros que traía en la maleta (las obras completas de la editorial Aguilar, casi como texto sagrado) y su visión y pasión por este autor que le acompaña desde niño, primero, con la voz andaluza de su madre, que cantaba sin saberlo letras del poeta en «Los cuatro muleros» o «Los peregrinitos»; luego, desde los doce años, con su poesía y poco después, con su teatro. «Al igual que cuando uno se enamora por primera vez se está enamorando de alguien y del amor al mismo tiempo», dice, «García Lorca era para mí el autor y la Literatura: el descubrimiento de la compañía espiritual y de la capacidad de aventura que encierra un libro». Lo convirtió entonces en el hermano mayor que no tuvo —gemelo, para más señas—, referente y refugio y lo cuenta en primera persona en este libro delicioso con el que repasa su obra y su figura (y su risa) y en el que ha mezclado las andanzas de una vida con la otra (las dos, curiosamente, empezaron un 5 de junio, con 53 años de diferencia). Y nos lo han contado ahora también sus manos, porque Pasqual habla (y susurra y sonríe y se enfada) desde sus manos de director, que ondean ligeras cuando se trata de pronunciar «música» (porque Lorca «iba para músico» y sus textos son casi partituras), «luna gitana» o «verde que te quiero verde» y que, otras veces, son tempestad de dedos y se cierran con fuerza en «guardias civiles borrachos» o dan un golpe seco contra la mesa: «que no quiero verla». Y nos lo han contado sus manos gracias (una vez más) a Talleres islados, proyecto cultural que respira en esta Isla como un pequeño milagro (otro faro) de otras manos: las de Mariona Fernández y Josep Maria Fontserè.

Noticias relacionadas

TENGO CUATRO MIL QUINIENTOS CARACTERES y siento que me estoy enredando y que debería aprovechar mejor el espacio: ni una palabra aún sobre el viaje en el tiempo (y en el mapa) a través de los versos del «Romancero gitano» o del (eterno) «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» ni de ese «poner en boca» escenas de «Bodas de Sangre», «Yerma» o «La casa de Bernarda Alba» en las que habitan sus personajes femeninos (tan de verdad). Tampoco he dicho que supimos más de «Comedia sin título» y de «El público», obras que Pasqual ha traducido a escena para acabar con el apellido de imposible que adjudican a ese teatro con el que Lorca rompió muros. No hubo hueco para «Así que pasen cinco años», porque es la única que no entusiasma al de Reus (y yo que volvía emocionada con el texto y con lo que ha hecho la compañía Atalaya con él: hay Lorca para todos). ¡Oh! Y no he dicho nada, a estas alturas del artículo, de las deliciosas comidas y cenas de esos cuatro días (la mejor fideuá) ni del estupendo y dispar grupo de oyentes (actores, directores, escritores y lectores de Menorca, Mallorca, Donostia, Barcelona y Madrid) que poblaba la casa de campo llena de verde y de cielo de rapaces en torno a un eje poético indestructible: la palabra de Lorca.

Un paréntesis para la Cultura que no aparece en las campañas electorales (subraya Pasqual) y que tanto defendió Lorca, con el proyecto de La Barraca como ejemplo más visible y con toda una obra tejida de denuncia: «porque solo a través de la Cultura se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo, lleno de fe, pero falto de luz». Precisamente, la luz era lo que destacaban de Federico (así le llama ya Pasqual, después de tantas horas y de tantas conversaciones con amigos y familiares del autor asesinado, fusilado, aniquilado por las autoridades franquistas el 18 de agosto de 1936). Entre toda esa luz, a ratos aparecía en él «la herida», como dijo Rafael Alberti: de pronto «se ensombrecía y decía muy bajito: '¡Ay qué dolor!'» y puede que por eso los ayes pueblan también su obra y «nunca son por nada», sostiene Pasqual. Sí, insiste, «Federico fue uno de esos seres de luz que mueren antes de cumplir los cuarenta años» y que dejan una huella inabarcable, como las estrellas fugaces o como estos encuentros llamados Talleres islados, que pasan rápido pero se quedan dentro (y que no: no caben en cuatro mil quinientos caracteres).