TW

Les puedo asegurar que mi trabajo de representante turístico o guía, como se le conoce, fue cuarenta años atrás el más gratificante y el más recordado de todos cuantos ejercí. Por una parte mi incorporación a la élite de las personas que se atarean solo dos horas diarias, ¡solo dos horas!, y por otra las prebendas que confieren esta suerte de deberes que se besuquean de alguna manera con los placeres hasta la salida del sol.

Consistía mi tarea en rendir visita a tres hoteles al atardecer, en días alternativos, para atender los requerimientos de mis clientes. Eran estos turistas seres decididamente felices, sin un solo disidente. Podían tener un carácter malicioso, desabrido o agrio, sin embargo todos estaban asentados en parámetros que lindaban con la felicidad.

Después de desechar un sinfín de disquisiciones, muchas de ellas de altos vuelos, he llegado a la conclusión de que el tránsito de la persona por el espacio vacacional resume la definición de la felicidad. No concurre otro estado dentro de los márgenes corrientes de la militancia del hombre más atractivo que este. Además la floración vacacional está catapultada por el abandono de la insolente rutina laboral que atenaza en tantas ocasiones el cuerpo, la mente y el espíritu en el curso de once meses. Hasta la persona más perversa olvida su malicia y se vuelve fraterna. Y los caracteres dificultosos pliegan sus alas, se asientan en la tierra y se zambullen en el frescor del mar con delectación, alargando la sonrisa en sus rostros.

Sería desagradecido, de todos modos, si olvidara señalar la profesionalidad y la solvencia de la hostelería nacional, durante mi etapa de profesional en el turismo, de lo contrario, con una pléyade de quejas, fácilmente se puede desbaratar este mundo feliz.

Noticias relacionadas

Contagiado, pues, por el bienestar que me circundaba, resulté ser yo también feliz...Porque, por otra parte, mi autonomía era absoluta. El único nexo con la Agencia –Viajes Barceló- consistía en liquidar mensualmente el dinero de las excursiones vendidas a mis clientes. Nadie se ocupaba de vigilar mis pasos ni me fiscalizaba ni me importunaba. Se confiaba en mi mesura y en mi capacidad.

Por consiguiente, sin tener que soportar la facundia o las vulgaridades de un superior, la felicidad, como dije, me rociaba también a mí.

He introducido un fragmento del libro que estoy escribiendo, titulado «Yo y mis circunstancias» por ser el causante principal de que el artículo literario de hoy sea el último que publica «Es Diari». Sí, el último. Me veo obligado a desatender las colaboraciones literarias, así como otras tareas, para centrarme en él. De todos modos ser septuagenario también tiene su porción de culpabilidad. Diríamos que a esta edad, al menos en mi caso, se debe reducir una marcha para que no se produzca alguna avería en el motor.

Agradecerles finalmente a ustedes el interés demostrado a través de los distintos correos electrónicos recibidos.
Adiós.