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"Si el día 23 hace sol y hay mucha cerveza igual habrá brexit", me comentaba hace poco una amiga que reside en Londres desde hace muchos años, instalada, con empleo estable y con pareja británica, al tiempo que añadía «y a lo mejor me echan». El primer comentario jocoso se refería a uno de los componentes básicos de la decisión que puedan tomar los británicos: el miedo, sobre todo a las consecuencias económicas de volar en solitario y dejar la Unión Europea. Así que si hay alegría y confianza puede que digan adiós, si por el contrario hay temor se quedarán, como ya les ocurrió en carnes propias con Escocia. La segunda afirmación se debe a que, además de la parte económica y la sentimental -ese orgullo herido de antiguo imperio ante las injerencias de Bruselas-, buena parte del debate se centra en la inmigración, mejor dicho, en el rechazo de los euroescépticos a los migrantes. Lo curioso es que mientras se quejan, el Reino Unido es el país de Europa con más expatriados, personas que viven fuera como las que están aquí en Menorca y que temen los efectos de la salida de la UE, porque dejarían de tener los derechos de los ciudadanos comunitarios. Lo que voten es cosa suya, pero David Cameron, si quería obtener ventajas con el referéndum como medida de fuerza, ha puesto en vilo a su país y al resto de Europa. El debate se ha teñido de sangre con el asesinato de la diputada laborista Jo Cox mientras hacía campaña contra el brexit, ya da igual que no llueva este jueves al ir a votar.

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Todo esto no nos es ajeno. Muchos españoles viven y trabajan allí. La incertidumbre afecta a un mercado turístico de primera magnitud y a un colectivo numeroso de británicos residentes.  Me encanta cómo juegan con su idioma y crean palabras, pero creo que se sobrevaloran si creen que en solitario, en la economía global, serán la potencia de antaño.