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Antonio López Cazorla y Rafael Carrasco Lamas fueron dos guardias civiles que la mañana del sábado, 4 de junio de 1977, sobre las 11, cumplían el servicio de puerta en el cuartel de la Avenida Madrid, número 11, en Barcelona. De pronto un coche se detuvo delante de la cancela que daba paso al jardín característico de aquél acuartelamiento, se bajaron dos hijos de puta pistolas en mano y acribillaron a balazos en la cabeza a aquellos pobres agentes. El que suscribe acababa de salir a comprar a la farmacia del otro lado de la calle, y su padre no hacía ni diez minutos que había abandonado el lugar por esa misma puerta. Todos vimos abierta la tapa de los sesos de aquellos dos hombres yaciendo en el suelo, cuyos hijos, amigos nuestros, no tenían consuelo.

Esa fue una de las cientos de acciones terroristas que sufrió España en la transición, imposible de borrar para quienes vivieron, no tangencial sino directamente, la sinrazón de una escalada de atentados que no tenía fin mientras el entonces ministro de gobernación, Rodolfo Martín Villa, apodado el sastre, decía aquello tan recurrente de "vamos a tomar medidas".

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Casi 40 años después, afortunadamente, cuanto menos el terrorismo interior ha pasado a mejor vida, pero vista la proliferación de pirados yihadistas que recorre Europa, España, como ahora Francia, Alemania o Bélgica, no está a salvo de nada como objetivo histórico que ha sido y es de aquellos extremistas. Es imposible controlar esta locura como lo es ponerse en la piel de los que caen en esta guerra inútil y de la vida sesgada que les queda a todos sus familiares.

Subyace solo el recuerdo de la barbarie vivida tan de cerca y el temor a que aparezca de nuevo cualquier día en cualquier lugar.