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Conciliábulo de abuelos bajo el ullastre. Compartimos experiencias senectescentes (convenimos en que dejaremos la adolescencia de la senectud dentro de diez años para hacernos definitivamente mayores), mientras las niñas juegan con especial denuedo y risas contagiosas. Queda claro que los abuelos no estamos para corregir a los nietos sino para adularles, pero la vía autoritaria queda abierta para circunstancias especiales. Por ejemplo, cuando Inés pretende cortarle la cola a una sargantana para comprobar su autonomía (interés científico) y le digo que nanay, que si le gustaría que le cortáramos un dedo a ella, y que tampoco se le ocurra arrancarle las alas a una mosca (cuando sea algo mayor le hablaré de toros y demás bestias atormentadas en nuestro país), o meter mariposas en un tarro…

Ya puestos en órbita por un gin tonic (clásico, sin ensaladas), también hablamos de Edward Malefakis maestro de historiadores de la II República, muerto recientemente. Cuenta el historiador Álvarez Junco en su obituario de «El País» que estando en Lisboa con un grupo de progres entusiasmados con la llamada «Revolución de los claveles», entre los que se encontraba el propio Junco, Malefakis, también entusiasmado, no perdía empero su distancia crítica y les decía: «Aquí todos hablan en nombre del proletariado, pero no veo proletarios; entre los dirigentes no hay mujeres; me gustaría saber qué opinan los campesinos de todo esto; la Iglesia parece desaparecida pero sigue ahí, y a estos militares cómo les va a controlar luego el poder civil…» ¡Ay, los revolucionarios de salón, especie protegida en España!

Acabamos hablando, ¡cómo no!, del bloqueo político español y expongo una idea que es bien recibida entre los adolescentes de la vejez guarecidos del calor bajo la copa del ullastre: ¿Por qué no opta la ejecutiva del PSOE por dar libertad de voto a sus diputados? ¿Por qué si a mis amigos y a mí nos parece un eureka interesante, nadie lo propone?... Me apuesto un mojito en Sa Vinya a que saldría por lo menos una docena de ellos dispuestos a ponerse una pinza en la nariz y posibilitar la investidura de Rajoy. Así se terminarían las frasecitas pretendidamente ingeniosas de Andrea Levy y demás emisarios de Génova que se llenan la boca de sentido de Estado cuando bien poco lo demostraron cuando tuvieron ocasión en la fallida investidura de Sánchez, y así los socialistas podrían salvar la cara y el país evitarse el bochorno de unas terceras elecciones.

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Al día siguiente y mientras trato infructuosamente de peinar a Inés pienso en el valor de las pequeñas cosas, como por ejemplo saber configurar una coleta, ¡una coleta de niña, no de salvador del pueblo oprimido!, no digamos unas trenzas (el colmo de la ingeniería), o simplemente trazar una clenxa, labor en la que declino toda responsabilidad ante la imposibilidad de dejarla recta como las que me peinaban a mí y consolidaban luego con fijapelo, antecesor de la muy pija gomina (¿fuimos nosotros los ancestros del actual pijo como el primitivo sapiens lo fue de nosotros mismos?). Al final, la niña con greñas de diseño y el abuelo con sombrero guiri, pantalón corto y chanclas emprenden camino al bar para desayunar. Allí le explico que los terremotos (ha visto las fotos del periódico y me pregunta) son una desgracia natural, casi siempre imprevisible, pero que se pueden hacer casas más sólidas en zonas críticas y que Menorca no lo es (evito piadosamente los «creo» o «aparentemente»).

Salimos del local alegres y cantarines. Es la ventaja de la infancia, tienen una eternidad por delante. A nosotros, por el contrario el tiempo se nos escapa por entre los dedos; tuvimos ocasión de comprobarlo en una reciente reunión de supervivientes de nuestro curso preuniversitario, del que se han cumplido cincuenta años. No escuché ningún compasivo «estás igual» o el terriblemente equívoco «¡qué bien te conservas!», pero con nuestras arrugas y achaques a cuestas, nos reímos un montón que era de lo que se trataba y, aunque algunos recordaron alguna que otra trastada, no hubo reproches freudianos.

Sonreírle a la vida, bendecir a los nietos, mirar hacia atrás sin ira, aceptar con deportividad las progresivas limitaciones y no perder la curiosidad y las buenas costumbres, como la de acudir al anual regalo cinematográfico que Woody Allen nos hace a sus adeptos, esta vez con la deliciosa «Café Society», una historia melancólica y con su punto de amargura como suelen ser las relaciones humanas, pero hermosa y bien contada como solo sabe hacer casi siempre el maestro neoyorquino. «Está bien, pero siempre habla de lo mismo», me comenta un amigo a la salida.

«¿Es que hay algo más que amor, desamor, nostalgia de tiempos pletóricos, sexo y desconcierto ante la muerte?», le contesto remedando a Bill Clinton, ¡Es la vida, estúpido!