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Es harto sabido que la miopía es un defecto visual que dificulta la visión lejana, no tanto la próxima que, con dificultades, suele conservarse. También es conocido lo mal que llevan los miopes sus limitaciones y al alud de soluciones, algunas de ellas no del todo inocuas, que van surgiendo más allá de gafas y /o lentillas de contacto. Pero no es propósito del articulista colar de rondón criterios médicos sino extrapolarlos a un aspecto muy controvertido de la vida democrática, los llamados referendos, de los que ha llegado a decirse que los carga el diablo. Y efectivamente así lo parece si nos atenemos a los últimos celebrados en Gran Bretaña y Colombia, por lo peliagudo de su contenido y su desestabilizador resultado; un diablo, por lo demás, con serias dificultades para ver más allá de sus narices, también en el caso español, donde ciertamente la situación política puede desatascarse momentáneamente, pero volverá a bloquearse ad infinitum si persiste, como va a persistir, el llamado «desafío secesionista» (de haber estado razonablemente encauzado, hoy día no hablaríamos de unas posibles terceras elecciones, estarían gobernando tranquilamente Sánchez y Rivera).

Sin negar esa carga presuntamente diabólica de los referendos, por su capacidad de abrir diversos jarrones de Pandora, no se puede negar su estricto carácter democrático y que a veces puede resultar balsámico para atemperar determinadas pulsiones como ocurrió en el contencioso Quebec/ Canadá. Allí, el Tribunal Supremo de Canadá fue capaz de ver perfectamente a larga distancia y dictar una llamada Ley de Claridad que, haciendo honor a su nombre, dejó las cosas bastante claras para una larga temporada. O así lo parece si se observa la evolución del secular problema quebequés, en estado de hibernación desde que los señores togados, para nada diabólicos ni cortos de vista, dieron con una solución aceptable para ambas partes, nacionalistas quebequeses y partidarios de un Canadá indisolublemente unido.

En Europa, sin embargo, parece que a los referendos los carga un diablo notablemente miope, incapaz de distinguir a larga distancia los problemas que pueden venir a través de consultas mal planteadas y peor ejecutadas, como en el grotesco simulacro de Cataluña, o en el recién celebrado en Gran Bretaña donde se ha obrado con una pasmosa frivolidad al pretender resolver, con la fórmula 50%+1 y permitiendo todo tipo de falacias y demagogias, un problema tan enjundioso como la salida británica de la Comunidad Europea. Que una amplia porción de ciudadanos británicos deseaban manifestarse en consulta democrática sobre este tema crucial era un clamor, como lo es el que una gran mayoría de catalanes, independentistas o no, nacionalistas o no, desean hacer lo propio con respecto a España. ¿Realmente puede ser carga diabólica el deseo de manifestarse democráticamente sobre estos aspectos de su convivencia cívica y civilizada?

Si el diablo tuviera la vista bien corregida, vería los beneficios que a largo plazo pueden aportar unos referendos inteligentemente planteados, en consonancia con la gravedad de la cuestión puesta en debate. Es obvio que pretender una separación de una nación con la que han convivido estrechamente unido durante siglos no es cuestión baladí a la que tender un puente de plata, y tampoco lo es pretender salirse de una comunidad de naciones que ha proporcionado la mayor estabilidad y prosperidad de la historia. Pero es obvio que, aun siendo así, hay un anhelo patente en importantes sectores tanto de la sociedad catalana como de la británica de plantearse su futuro de otra manera. ¿Por qué no instaurar un mecanismo razonable para que expresen democráticamente su voluntad? ¿Un referéndum?, sí, ¿cualquier referéndum?, evidentemente no.

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Para cuestiones tan graves y con tantas implicaciones de todo tipo, la fórmula del referéndum no puede ser un procedimiento habitual y/o de fácil acceso, sino excepcional (¿mayoría absoluta de un parlamento regional?), y tampoco puede ser suficiente para dilucidarlo un escueto 50% +1, ni se puede permitir que se utilicen argumentos falaces o directamente de juzgado de guardia. El sistema democrático no tiene por qué ser asambleario ni prestarse alegremente a continuas y desestabilizadoras consultas para dilucidar sus conflictos políticos, y tampoco quedar inerme ante las falacias que han jalonado el reciente referéndum británico o demagogias flagrantes como el «España nos roba».

El Tribunal Supremo de Canadá fue bastante preciso en su pronunciamiento: no existen supuestos derechos de autodeterminación en sistemas democráticos avanzados, pero si una parte del territorio expresa de forma fehaciente y escrupulosamente democrática el deseo de plantearse un futuro distinto, tiene derecho a hacerlo de forma pactada con el gobierno central, mediante una pregunta clara y con una mayoría suficiente a determinar, clave de bóveda para defender la estabilidad democrática. ¿Estaba pensando el tribunal canadiense, por ejemplo, en la exigencia de un 75% de participación y un 60% de síes para que una parte del país pueda desgajarse civilizadamente o más exactamente, para empezar a hablar de ello con el resto?, ¿sonaría descabellada la instauración de un comité independiente de sabios que velara por la limpieza del proceso poniendo freno a palmarias falsedades y mentiras flagrantes como las esgrimidas en Gran Bretaña en el último referéndum?

Es obvio que el diablo encargado del negociado de referendos necesita urgentemente visitar al oftalmólogo, corregir su miopía y ver por fin a larga distancia. De lo contrario puede que nos veamos reiteradamente ante media docena de convocatorias electorales.


Artículo publicado en el semanario «Ahora»