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Esta pequeña gran isla llamada Menorca está falta de una programación cultural constante y de calidad, sobre todo, en los meses de invierno. De vez en cuando hay que salir del Camí de Cavalls, hay que ir a Barcelona, a Madrid, a Bilbao, adonde sea que haya museos, teatros, espectáculos, se suspira en algunas conversaciones, entre susurros, como si fuera esta una droga difícil de conseguir. Lo es, salir es como tratar de escapar de un laberinto y más, precisamente, en los meses de invierno: los billetes de avión plantean horarios incompatibles y son casi siempre impagables porque, dicen, no hay demanda para poder ofrecer «precios competitivos» —a pesar de las subvenciones que reciben, como en el caso de Air Nostrum—, como si las necesidades de una población sin trenes ni autopistas fueran caprichos que compitieran con caprichos de no se sabe quién. Ante el desamparo político (el interés de los gobernantes asoma solo en época de elecciones), se susurra también que, tal vez, si se apuntalara una mayor y mejor oferta cultural crecería esa demanda. Tal vez crecería el interés si el turista de invierno tuviera más opciones de ocio cuando cae el sol y ya no se pueden visitar más talayots (parece, por cierto, que Balears podría dejar los relojes correr y al sol caer a su hora, a una hora acorde con su luz, su ritmo natural y su ubicación geográfica: ojalá). Tal vez, decía, con una oferta cultural fuerte, las compañías obtendrían su demanda y ofrecerían más idas y vueltas a precios tan planos como dignos.

Pero esta pequeña gran Isla custodia también tesoros que se enfrentan a ese transporte aéreo injusto y a la falta de apoyo de gobiernos pasados (de moda) que, con la excusa de la crisis —crisis de los mercados, humo de bolsa, que ha servido para salvar bancos y cuellos blancos y para aniquilar mayorías y derechos—, han arrasado todo sector del sector cultural que hurgara en busca de sentido crítico. Son tesoros que logran sortear barreras y persistir en su afán de agitar mentes y solo quienes se implican en ellos saben cuánto trabajo invisible hay detrás, cuántas colaboraciones sin ánimo de lucro, cuánta pasión compartida en el esfuerzo de tantos.

Esos son los tesoros que hemos de reivindicar y mimar: festivales, proyectos pequeños e iniciativas enormes como el Premi Born de Teatre, que este fin de semana celebraba el día grande de su XLI edición. La fiesta, ante un patio de butacas abarrotado y con las cámaras de IB3 como testigos (en directo), comenzó con la representación de «Tortugues: la desacceceleració de les partícules», de Clàudia Cedó —una escenografía estupenda e innovadora; una historia, para mi gusto, no tan redonda y un volumen algo bajo para las últimas filas— y culminó con la lectura del fallo del jurado de uno de los premios más prestigiosos de la escena a nivel estatal, dotado con 14.000 euros de premio y la publicación en castellano, catalán, euskera y gallego, cuya ganadora, en este 2016, ha sido Lear, del autor catalán Francesc Meseguer.

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Este premio, que ha sobrevivido gracias al empeño del Cercle Artístic y a su campaña de micromecenazgo Crec en el Premi Born, convierte a Ciutadella durante estos días de octubre en el epicentro teatral de todo un país: «una revolución copernicana», como dijo el actor Rodo Gener, vestido de astronauta (sí), en la presentación, junto al también actor Josep Mercadal. Y la programación del Cercle no empieza ni termina ahí, sigue con propuestas para todos los públicos y una oferta formativa para futuros autores y actores, cada vez de mayor nivel, gracias al arrojo de la organización, porque algo así requiere de valentía, como recalcó Fel Pallicer, el presidente de una entidad que tuvo un sueño en 1970 y que exige hoy la reapertura, «cueste lo que cueste», del Teatre des Born de Ciutadella, de titularidad municipal: es una deuda con la sociedad.

Esa sociedad exige teatro (el más real de todos los simulacros) y el teatro de raíz no suele ser la prioridad de gobiernos corruptos, porque el teatro no es (o no debería ser) inofensivo, como dijo Francesc Meseguer (un discurso conmovedor que, también a mi parecer, justificó toda la velada). Al teatro se va (o Meseguer va o yo voy) a vivir. De eso sabe (más que casi todos) la actriz catalana Núria Espert, que vive allí, en el teatro, desde los trece años y que acaba de ser galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes, tal y como ella misma recordó en su discurso: ocho minutos transformadores. Espert se metió en las palabras de Lorca con Doña Rosita la soltera («cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo»), con un fragmento que leímos una y otra vez en Talleres islados (otro tesoro) bajo la batuta de Lluís Pasqual: la mayoría leímos, algunas personas lograron interpretarlo, pero Núria Espert fue doña Rosita, así, en crudo, ante un auditorio a plena luz. Esas diferencias. También recitó a Shakespeare, otro clásico contemporáneo con un breve fragmento, en este caso en catalán, de «El Rey Lear» (learmanía).

Espert emocionó, en suma, al público en esa otra gala de esos otros premios de reyes y princesas: emocionar es el verbo —junto a vivir y tal vez sea todo lo mismo—, que mejor se conjuga en el escenario. Vivamos, pues, en el teatro, en todos los teatros de la Isla (qué ganas de vivir la obra Lear en el Teatre des Born de Ciutadella): vivamos más vidas dentro de ese teatro que interroga, que emociona, en el teatro que somos (cartón piedra) y en el teatro que es también esta pequeña gran Isla.

@anaharo0