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Las grandes ciudades se disfrutan. Y se padecen. Son como universos empequeñecidos, pero, no por diminutos, exentos de representatividad. Lo que en ellas sucede puede objetivamente generalizarse y mudarse en símbolo del país en las que anidan. Tú –confiésalo- tienes el corazón partido, como en la canción. Partido entre varias. Tal vez porque las urbes no sean una, sino multitud, personales, diferentes a tenor de lo que en ellas has vivido o dejado de vivir… Llevas años visitándolas, pensando que permanecerán inmutables. Que al pisar sus aeropuertos recuperarás la edad en las que las acariciaste por primera vez o que todo seguirá estando tal y como lo dejaste… Hasta que la realidad te enseña que ellas, desde la distancia, envejecieron contigo y, por tanto, cambiaron… Que las que habitaban en tus recuerdos únicamente existen, ahora, en la memoria, exclusivo recodo en el que las cosas son inamovibles…

Pero te empecinas y vuelves, refugiándote en los lugares que sí sobrevivieron –cada vez más escasos- e intentando recobrar inútilmente voces, presencias… Y las buscas, como si fueras un borracho desasistido, por impensables calles o irracionales barriadas… Hasta que llegas a la derrota, que no es sino sensatez: la ciudad que hoy pisas no es, ya, la tuya…

Por eso –lo sabes- acabas invariablemente en esa parte de la urbe estándar, la de las grandes superficies, la monumental, la que, de seguro, te mostraría un bus turístico…

Así lo hiciste, recientemente, en Madrid…

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No obstante, las ciudades tienen dos cosas en común… Por una parte, el heroísmo de los ciudadanos de a pie que se empecinan en vivir y en ser felices y, por otra, la imposibilidad de toparte con un político pisoteando sus calles, único termómetro viable para averiguar, de facto, como anda el país… De ahí nace su ceguera. Es reconfortante. Y le permite al dirigente seguir en su maravilloso mundo virtual. Por eso sabes –te lo advirtió Unamuno- que quien en definitiva salva a los pueblos no son sus generales, sino los que se levantan a las cinco para coger un sórdido autobús que fácilmente hubiera podido retratar Hopper; los que nada pintan; los que dan mucho, para recibir tan poco… Aunque las medallas, como en las guerras, se las lleven los coroneles que jamás cataron el barro de los campos de batalla, aupados sobre los cadáveres de los que sí lo hicieron…

En Madrid –pateado durante doce días- no te has encontrado con político alguno… Pero sí con un vagabundo que abrigaba a otro… O con unos adolescentes –tan criticados siempre por quienes de ellos nada saben- sentados junto a pobres callejeros 'celebrando' (el gerundio entrecomillado) la entrada de un nuevo año… O con un grupo de cinco ancianos que con tres violines envejecidos, un chelo y un teclado, entonaban con verdadero virtuosismo el «Canon» de Pachelbel… Esos que, de haber tenido padrinos, actuarían hoy en teatro de la Gran Vía y a quienes los madrileños aguardarían en interminables colas… La vida –pensaste en esa noche fría- tiene mucho de injusticia y poco de equidad…

Solo hay algo que en esas ciudades nada cambia… Cada vez que regresas te han robado un bar o hurtado una librería o sisado un cine… Pero los pobres sí siguen ahí, al igual que los mendigos, los viejos alcoholizados y los que duermen bajo cartones, habiendo resbalado sobre sus enfermizos cuerpos todo tipo de ideologías, siglas, partidos y promesas…

Si tal vez esa noche algún político hubiera pasado por Preciados, la música de Pachelbel le hubiera reabierto el alma que tuvo algún día… Si tal vez esa noche algún político hubiera visto a esos adolescentes en una Nochevieja de caridad o a ese mendigo arropando a otro, habría bajado la vista y acelerado el paso…

Por eso nunca los políticos se pasean por las calles incómodas. A no ser en coche oficial. Ahí no les llega el hedor de la miseria que ellos, salvo honorables excepciones, han provocado o consentido. Desde el automóvil, su realidad virtual conserva fácilmente, siempre, toda su mísera virginidad…