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Cuando todo se acelera y cambia vertiginosamente, nuestros pensamientos pierden fuelle y no casan con lo que está pasando. Es una mente desfasada que rehúye el presente y no entiende nada porque lo interpreta con esquemas que pertenecen al pasado. El esfuerzo por hacer que la realidad se amolde a nuestras ideas suele ser estéril. No queda otra opción que repensarlo todo con rigor y creatividad para aprehender lo cambiante y dejar de ir a rastras de los acontecimientos. Problemas nuevos necesitan soluciones audaces, no explicaciones rutinarias ni obsoletas.

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Necesitamos revivir las cosas para que no se mueran. Las malas suelen adherirse a nuestra memoria como lapas y nos cuesta desterrarlas o enterrarlas. Hay que revivir lo bueno, lo necesario, lo que nos reconforta… los mejores recuerdos son un tesoro frágil pero valiosísimo que nos impulsa hacia el futuro con ilusión y confianza. Y los tesoros hay que defenderlos de los ladrones que nos creen simples y desprevenidos. Compartir lo positivo nos hará más fuertes y felices.

En estos momentos apasionantes donde muere lo viejo dejando un hueco difícil de llenar, nuestro peor enemigo es el aislamiento, una soledad desconfiada, una mirada hostil que solo ve competidores o enemigos. Lo más urgente es reunir lo disperso, volver a unir lo roto, comprender lo distinto, hablar sin tregua para evitar la guerra de siempre, aunque a veces nos parezca inevitable y eterna.