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Y no se trata esta vez de una final perdida en tanda de penaltis o del tan inmerecido como consabido noveno puesto en un festival de la canción más o menos kitsch. No, desgraciadamente me refiero a algo más inquietante, al yes we can ibérico (aunque tampoco el americano -si vamos a eso- esté saliendo como para tirar cohetes), a aquel sí se puede que comenzó su prometedora andadura un 15M y que se deshidrata ahora precisamente en el regazo de quienes tan eufóricamente apadrinaron a la criatura.

Yo diría, amados y flamantes líderes recién incorporados a la élite, que una de las más coreadas exigencias de los indignados en la Puerta del Sol no era otra que la disminución del escandaloso número de políticos (con su corte de asesores adosados) que venían succionando ávidamente la sangre del contribuyente. Añadiría que tal reivindicación pintaba de lo más justificada y urgente.

No he tenido noticia sin embargo de que las tropas de refresco (nuevos inquilinos de las mullidas poltronas en las cámaras legislativas, beneficiarios y herederos muchos de ellos de las protestas del 15M) hayan movido un músculo para establecer (o siquiera insinuar) las bases de una sanadora reducción en la descomunal y correosa plantilla de que se viene dotando el rollizo estamento político, por ejemplo promoviendo el desmantelamiento del inútil Senado, de las oscuras Diputaciones o eliminando duplicidades; les veo en cambio notablemente motivados cuando se trata de colocarse cuidadosamente en la pole de cara a los numerosos congresos que se avecinan. Y es que parece ser que una cosa es pedir el despido de un miembro del staff y otra muy distinta aceptar que el despedido seas tú (o tu cuñado), aunque hasta ayer sostuvieras que el puesto que ocupas resulta ser tan oneroso como innecesario para la sociedad que representas. A nadie se le ha ocurrido dejar vacante su escaño en el Senado como señal de su desaprobación hacia una cámara que consideran (¿o debo decir consideraban?) prescindible.

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Y mucho me temo que no sea esta la única reivindicación que acabe por quedar desatendida, convenientemente difuminada tras la espesa bruma del olvido. Últimamente este es el sino de las revoluciones, aunque sean de andar por casa; cada vez que se produce un intento de mejorar las cosas, de arrimar el ascua de la equidad a la sardina de la res pública, enseguida engulle el sistema el movimiento y muere la criatura sin haber producido fruto.

Ya es suficientemente triste que tan elevado número de votantes hayan decidido obviar (o perdonar quizás) las turbias maniobras y mentiras de quienes borran ordenadores, aforan imputados y premian con embajadas a sobrados de dudosa honorabilidad; ya es triste que el señor que solía llevar bigotes y hablaba catalán en la intimidad cuando no se entretenía poniendo los pies encima de la mesa en el rancho de Bush y respondía con acento americano (!qué patético!) a las preguntas de los periodistas, se permita todavía andar pontificando por ahí sin atisbo de sonrojo a pesar de que su guerra aparece cada día con más claridad como uno de los mayores errores de nuestro tiempo, o de que tantos de sus antiguos compadres (entre ellos Blesa y Rato, que no son moco de pavo) muestren por fin desde los banquillos su verdadero rostro de experimentados trileros que ni siquiera ponían demasiado cuidado en borrar las huellas de sus tropelías debido quizás a la sensación de impunidad reinante durante aquel glorioso mandato.

Pero siendo todo ello penoso, lo realmente descorazonador es ver cómo las manzanas frescas recién incorporadas al cesto comienzan a impregnarse de ese moho que, habiendo sido certera y meritoriamente localizado y denunciado, no ha sido posible erradicar.

Lo que definitivamente desmoraliza es la sospecha de que cuanto más tiempo pierdan sus señorías en propinarse codazos o psicoanalizarse, cuanto más se acomoden los culos a los asientos, cuanto más se hagan cargo los titulares de dichas posaderas del calorcillo que hace dentro de palacio, más fácil será que se materialice el lampedusiano aforismo del Gatopardo.