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El puñetazo en el tablero de ajedrez de la geopolítica mundial que ha propinado Donald Trump ha sumido a la humanidad en la incertidumbre. No es que anduviéramos muy seguros y confiados entre la desigualdad creciente, el cambio climático y la amenaza de los descerebrados del Isis, pero más o menos había un equilibrio inestable, sabíamos aproximadamente lo que era verdad (la ciencia, especialmente) y mentira (la negación del cambio climático, por ejemplo, o que las vacunas producen autismo, como afirman algunos trumpianos), pero ahora, con el invento de la posverdad, que es una mentira que ansiamos creer porque confirma nuestro punto de vista (algo más que una simple mentirijilla), el desconcierto es oceánico.

Cautivo y desarmado mi optimismo vital, me entrego a la botella de rioja mientras me refugio en la última obra de Yuval Noah Harari, quien nos sorprendiera hace unos años con «Sàpiens, una breu historia de la humanitat» y ahora vuelve con «Homo Deus, una breu historia del demà», ambas publicadas en catalán y castellano, en la que nos cuenta que una vez salvadas las personas de la miseria abyecta, ahora nos proponemos hacerlas felices. Y una vez liberada la humanidad de la bestialidad de las luchas por la supervivencia, apuntamos a equiparar los humanos a dioses, y a convertir el «Homo sapiens en Homo deus»…

Este viene a ser el arranque de su nueva obra con la que el doctor en Historia por la Universidad Hebrea de Jerusalén pretende descubrirnos el porvenir que nos espera, y para explicarlo vuelve al neandertal que, aunque era más corpulento y disponía de un cerebro más voluminoso, sucumbió porque no sabía crear mitos como el sapiens, capaz de plasmar un conjunto de normas para la conducta humana sometidas a una autoridad sobrenatural o a leyes de la naturaleza, garantes ambas de las certezas necesarias para la cohesión social y calmar las ansias de inmortalidad de los humanos. Antes fueron las religiones, luego los nacionalismos («Dioses útiles», los denomina el historiador José Alvarez Junco en otro interesante libro de Galaxia Gutemberg), pero hoy día han surgido otros mitos como el del crecimiento indefinido, que no tiene visos de desaparecer porque una economía basada en el crecimiento perpetuo necesita proyectos sin fin y por eso no hay ningún gobierno dispuesto a cuestionar el crecimiento económico, única manera, por otra parte, de detener el calentamiento global.

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A lo largo de la últimas décadas, los biólogos han llegado a la conclusión de que el hombre que pulsa botones y se bebe el té que sale de la máquina, también es un algoritmo, mucho más complicado que la máquina expendedora de té, pero un algoritmo al fin y al cabo. Los humanos son algoritmos que no dan tazas de té sino copias de sí mismos. Los algoritmos que controlan las máquinas expendedoras funcionan mediante engranajes metálicos y circuitos eléctricos. Los algoritmos que controlan a los humanos funcionan mediante sensaciones, emociones y pensamientos. Así, en un futuro no tan lejano, un ingenio conectado a nuestro lóbulo prefrontal se encargará de subir la secreción de dopamina para sacarnos de la depre, infinitamente mejor que una noche de copas, sin resacas ni remordimientos.

Hasta ahora, el hombre se había sentido protagonista de un plan cósmico que daba sentido a su vida, pero hoy día, nuestro Yo sabe, como avanzó en su día Fernando Savater, que se encuentra en un escenario donde se desarrolla una obra, llena de ruido y furia, de la que desconoce el argumento y solo sabe que acaba inexorablemente mal. Gesticulamos un rato, soltamos cuatro parrafadas, nos emocionamos, nos deprimimos y al final hacemos mutis por el foro, como si nuestro apreciado 'yo' fuera una historia tan imaginaria como como las naciones o los dioses. Según Harari, las ciencias demuestran que los humanos somos un conjunto de algoritmos diferentes que no tienen una voz interior, un Yo único, un relato, como se dice ahora, y por tanto, un algoritmo que nos monitorice día y noche podría saber quién soy, cómo me siento y qué quiero mucho mejor que uno mismo…

Así que podría ocurrir que una vez debidamente monitorizados, los menorquines sepamos de una vez qué modelo turístico queremos (cómo resolvemos de una vez por todas el jeroglífico gabilondiano del turismo sin turistas), qué grado de protección paisajística versus desarrollismo planteamos ( cuántas rotondas por kilómetro cuadrado, por ejemplo), cómo liberar la Isla del ahogo del transporte aéreo, qué modelo energético es el más conveniente, cómo conseguimos la hasta ahora utópica desestacionalización, qué hacemos con los fangos contaminantes, la rissaga y la tiranya… En pocas palabras, que la transformación de Oliaigo Pons en Algoritmo Pons promete sosiego y certezas (es un decir) aunque bastante aburrimiento, ¿qué va ser de nosotros si ya no podemos discutir de esas cosas? Y mientras tanto, Algoritmo Trump con estos pelos y sus sensores algorítmicos con los cables cruzados.