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Principios de abril, vuelo nocturno y coche, previsoramente aparcado en Maó pero fuera del aeropuerto, para ahorrarme el último y doloroso sablazo a la cartera después de una escapada. Un clásico de los que vivimos aquí, llevarnos unos a otros, aunque luego las frecuencias del autobús añadan incertidumbre y riesgo al regreso a casa. Sales de la terminal, especialmente en invierno, con un puntito de angustia en el estómago que se disipa cuando atisbas uno o dos taxis a lo lejos, desde la parada. Pronto ves que puedes sentirte afortunada; se asoman cabezas de viajeros que preguntan cómo llegar a Ferreries «yo vengo lavorare», explica una mujer italiana; un turista solitario quiere llegar a Ciutadella. No hay manera, aunque viajen a Maó, en la estación, pasadas las diez y cuarto de la noche, ya no hay enlace para cruzar la isla en transporte público.

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Es una primera impresión, que después imagino que la estancia posterior borrará, pero es lo que sucede a días de la Semana Santa y a punto de entrar en temporada. En la misma semana en la que se repite el debate en la feria de Alaior sobre definir el producto turístico y dotarlo de calidad. Es una reflexión que está bien que se realice, incluso reiteradamente, porque ese producto no es una foto fija, cambia, evoluciona y está forzado a adaptarse a los nuevos gustos y hábitos de los clientes. Hay que reinventarse constantemente.

Pero cuando se desciende a la práctica la calidad debe empezar por servicios básicos, como poder llegar a tu destino final en un bus, y continúa con el trato de las personas, con una sonrisa si te compran algo en tu puesto del mercado, con 'estirarse un poco' y añadir una tapita a la cerveza, y con cierta flexibilidad y tolerancia. Lo sabemos porque todos viajamos y todos somos turistas. Son las cosas pequeñas, las que hacen de una estancia algo especial, las que marcan la diferencia y las que, con el boca a boca de la era digital, ponen a un destino en lo alto del ranking.