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Llegas, envejecido, a tu casa. La jornada concluye. Y te encuentras mal, aunque no aciertas con la herida. Dejas, en la cesta inamovible, tu pesimismo junto a las llaves y la cartera, siguiendo así con un ritual que impide olvidos, tan frecuentes, hoy, en ti…

- ¿Por qué te sientes así? –te preguntas-.

No hay respuesta… Revisas el día vivido, ese que acorta plazos, y no hallas en él causa alguna que justifique tu desazón.

Rememoras las últimas horas y utilizas el presente histórico que, en tu caso, es tan sólo intrahistórico…

Te levantas a las 6'30. Miras los whatsapps recibidos. Únicamente uno te hiere. Es el de ese viejo amigo al que llevas siglos sin llamar. ¿Cómo era su voz? Miras los emoticonos. Parece feliz. Te tranquilizas. Es –fue- un buen compadre: el de partidos infantiles de fútbol en las calles intransitadas de una ciudad tranquila, ida… Le contestas con otro emoticono que expresa igualmente felicidad. Mientes…

A las 8'00 llegas a tu puesto de trabajo… Saludas con palabras huecas. Sin mirar, ni mucho menos, a los destinatarios. La rutina tiene esas cosas. Abres el ordenador, revisas tu correo, contestas algunos mensajes con cómodas fórmulas establecidas, borras tu spam y elaboras algunos gráficos. Afuera llueve. No eres consciente de ello. Si hiciera sol, tampoco lo notarías…

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Son las 12'30 horas. Has de comprarte ropa. Adquieres un par de camisas por internet. Te las traerán a casa…

El día, cansino, prosigue. Encargas el almuerzo en un chino, te reincorporas al trabajo y creas estudios y estadísticas, convirtiendo la vida de los otros en porcentajes, probabilidades y cifras… Cuando finalizas, acudes al cajero de la esquina y sacas municiones… La oficina bancaria es ya otra… ¿Con cuántos trabajadores contaba? ¿Doce? Sí, doce –te contestas-. Ahora han sido sustituidos por artilugios mecánicos que ejercen, sin rechistar, el trabajo que ellos realizaban, pero con mayor frialdad… A la postre, las máquinas no se toman una hora para desayunar, ni exigen vacaciones, ni… Pero era bonito cuando estaban los doce ahí y te preguntaban y les preguntabas y te sentías y se sentían reconocidos…

Luego, te detienes en una gasolinera. El capital hace estragos en cualquier parte… La estación de servicio carece de empleados… Pagas con tarjeta… Ahorras… No lo ves, pero junto a los surtidores está el triste volumen de tantas ausencias. Las de quienes perdieron su puesto de trabajo o no pudieron acceder a él porque en esas gasolineras, sí, se primaban los réditos a los sentimientos. Decides solidarizarte con los ausentes y no repostar nunca más en uno de esos establecimientos. Una nadería estéril, meramente simbólica, en el océano de la injusticia asumida…

Llegas, envejecido, a tu casa. La jornada concluye. Y te sientes mal, aunque no aciertas con la herida –te repites-. Y, de repente, la herida se muestra, gangrenada: no has visto a nadie, no has hablado con nadie, la soledad de tu piso ha sido la soledad de la sociedad enferma en la que vives y en la que el dinero, paulatinamente, y en aras a unas ganancias putrefactas, va sustituyendo a hombres y mujeres por máquinas, mudándolos en invisibles… Y todos os prestáis al juego… Puede, que un día, cada hombre sea una isla, cada calle un desierto, cada sentimiento un emoticono, cada conversación un mensaje inane y estúpido, cada relación un recuerdo, cada vida un número, cada libro una reliquia, cada sentimiento un billete…

Coges el teléfono y llamas a tu amigo… Su voz te retrotrae a tiempos humanos… Se alegra. Te alegras… Jodido, decides joder a tanto malnacido. Te darás de baja de la entidad bancaria en cuyas sucursales solo anidan cajeros; bajarás al bar; acudirás a un restaurante; escribirás cartas y evitarás las estaciones de servicio sin personal…

Y, de pronto, la noche es ya otra…