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Barcelona se mantiene como ciudad cosmopolita por excelencia, en función de los millones de visitantes que recibe cada año. El atractivo turístico, oportunamente potenciado desde la transformación que experimentó a propósito de los Juegos Olímpicos de 1992, sitúa a la capital catalana en el top de las grandes urbes mundiales en todos los órdenes. Es un orgullo ser barcelonés.

Ese status, sin embargo, puede verse seriamente deteriorado por el sabotaje del totalitarismo que supone el proceso independentista ideado por la amalgama de políticos que gobiernan Catalunya. Son ellos los que se han liado la manta a la cabeza para incumplir cuantos obstáculos legales hallen a su paso en pos de una meta que no es mayoritaria y cuyas consecuencias no son capaces de trasladar a la opinión pública, sencillamente porque las desconocen o quieren ignorarlas.

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«Yo no quiero sentirme extranjero en la ciudad en la que he vivido desde que nací y a la que adoro», me comentaba lamentándose un amigo de toda la vida en una reciente visita a la ciudad condal.

Sin embargo, él como otros miles y miles de catalanes están siendo las víctimas de una auténtica dictadura tristemente paradójica. No cuentan, apenas se les da voz en los medios subvencionados por la Generalitat porque son contrarios al viaje a ninguna parte en el que han situado a Catalunya sus actuales dirigentes.

Aquellos mismos que pretenden proclamar la República Catalana de forma unilateral, o sea, ese sistema político que siempre se ha asociado a la libertad y a la democracia amparadas en el imperio de la ley, son los que están cortando las cabezas de los disidentes que hay en su propio gobierno y en otras instituciones fundamentales. Así ha sucedido esta semana con el director de la policía autonómica, los mossos d'esquadra, o la anterior con los consellers que mostraron dudas en torno a los movimientos que realiza Puigdemont y sus compañeros de aventura ejerciendo como dictadores de una república... bananera.