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Vaya por delante que no soy nacionalista, ni español ni catalán ni menorquín, sino más bien tibio al respecto de cualquier creencia no verificable, y toda mi vida más o menos intelectual ha sido una permanente huida de los dioses y patrias que trataron de manipular mi infancia. Lo único de sesgo nacionalista que podría apuntarme es mi incapacidad metafísica de imaginarme fuera de Menorca y mucho menos sin bajar casi cada día a la Plana de Cala Figuera para recrearme en el paisaje de mi infancia, mi única patria, y con ello permanecer articulado, con un relato. Me basta y me sobra.

El segundo punto previo para encarar desde estas tierras el controvertido tema catalán es el de la intensa relación que los menorquines hemos mantenido siempre con Catalunya y la lengua que compartimos, que no solo es un instrumento de comunicación sino además, una forma de ver el mundo y afrontarlo. La lengua que hablamos en Menorca, aquella con la que amamos y soñamos, es la catalana y ello indiscutiblemente crea un vínculo sentimental que puede influir en el juicio de un asunto tan desquiciante como el planteado en el conflicto actual en el que se mezclan razones y pasiones, argumentos y detonaciones de variado signo, y que amenaza con terminar ahondando la sima no solo entre catalanes y españoles sino entre los propios catalanes.

Aunque el ullastre, cuyo bisbiseo me aconseja que en los calores veraniegos no me meta en floridos pensiles, no puedo evitar manifestar mi preocupación por la deriva de un problema que nunca debió haber llegado hasta estos extremos de incomunicación entre el Gobierno central y el de la Generalitat. Puedo entender que haya catalans emprenyats por mil cosas, pero no como gente con seny tan históricamente acreditado como el nacionalismo catalán moderado haya podido ponerse en manos de personajes tan enajenados como los cuperos, capaces y dispuestos a saltarse todas las leyes y normas democráticas para conseguir sus objetivos, caiga quien caiga en el heroico camino hacia ninguna parte.

Como también fui incapaz de comprender en su día el recurso del PP al Constitucional sobre un Estatuto aprobado (previo cepillado con la garlopa de Alfonso Guerra) por el Congreso de los Diputados y ratificado por el pueblo catalán en referéndum. Creo que el Estatut era un intento bienintencionado de encarar una relación Catalunya-España que podía haber dado lustros de tranquilidad, pero lejos de ello, se prefirió jugar la habitual carta del anticatalanismo primario que tantos réditos electorales aporta, organizando aquellas vergonzosas mesas petitorias callejeras y promoviendo un lamentable boicot a los productos catalanes (hasta Rajoy ha reconocido que se equivocaron).

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De aquellos polvos, abonados por la crisis económica, vinieron los lodos actuales de empecinamiento soberanista en una vía imposible y de cerrazón absoluta del inquilino de la Moncloa, empeñado en ganar la batalla a base de leyes, tribunales y con el simple paso del tiempo. Y mientras tanto, una sociedad catalana dividida, una creciente catalanofobia en la sociedad española («esos nacionalistas fanáticos e insolidarios»), una simétrica hispanofobia en Cataluña («España nos roba»), y una incertidumbre absoluta por lo que pueda ocurrir, con lo que conlleva para la estabilidad y desarrollo de un país aún convaleciente por la crisis.

¿Y la política? ¡Ay, amigos, qué melancolía de los tiempos en que creíamos que era el arte de lo posible! Política es lo que hicieron los británicos cuando Escocia planteó un conflicto no idéntico (no hay casos análogos en política mundial), pero sí similar, o los canadienses, con su Ley de Claridad al respecto de Quebec. Los referéndums no son una solución deseable, plantean situaciones complejas para resolverlas de forma simple, pero ofrecen una salida democrática, siempre que se sustancien con mayorías suficientes y cierto nivel de participación. Mejor hubiera sido considerar una salida mucho más sencilla y menos atrevida, como la planteada en su día por el exdiputado del PP y padre de la Constitución Miguel Herrero de Miñón, según la cual se ofrecería a Catalunya un pacto fiscal (un tope), un blindaje de sus competencias culturales y un posterior refrendo del pueblo catalán, para lo cual, según el acreditado jurista, solo se precisa una disposición adicional en la Constitución, sin necesidad de reformarla…

¿Se está aún a tiempo de cortar el nudo gordiano del conflicto con la oxidada espada de la política? En tiempos de trumpismo agudo, sería un fantástico lenitivo, una revitalización de la convivencia democrática…

…Y de nuevo el horror terrorista que empequeñece y trivializa cualquier otra reflexión. Ahora es tiempo de acompañar a las víctimas en su dolor, mejorar la cooperación en materia de seguridad y fortalecer los valores democráticos que definen a Europa. Todo lo demás es secundario.