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A principios de los 70 había represión en Catalunya. Yo era apenas un niño con pantalón corto en el más crudo invierno barcelonés y no entendía nada. Cuando paseábamos por la calle Pelayo el único propósito era llegar cuanto antes a la calle Petritxol para tomarme un suculento suizo a rebosar de nata y chocolate en la granja La Pallaresa, todo un clásico. Pero mi madre ralentizaba el paso y nos ocultaba en el mostrador de las tiendas en cuanto veíamos de lejos a los policías vestidos de gris con porras y cascos hacia las Ramblas y se oía a los manifestantes en la plaza Catalunya.

En el colegio San Gabriel, al final de la Gran Vía en el barrio del Besós, un profesor catalán -Serra, se apellidaba- reunía a los que conocíamos el idioma para intercambiar expresiones. Lo hacía en voz baja.

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Han pasado 45 años de aquella época en blanco y negro en la que la dictadura arrinconó la cultura catalana y obstruyó el idioma, tanto como limitó las libertades. Pero todo ha cambiado para bien. Es mucho el tiempo transcurrido y España es hoy un estado de derecho en el que la libertad la garantiza la ley.

La realidad actual dibuja, sin embargo, la división en la sociedad catalana a causa del empeño y el adoctrinamiento de las fuerzas nacionalistas que han impuesto a la brava el proceso para la desconexión de España, porque ese y no otro es su objetivo, por más que lo camuflen en la demanda de democracia y derecho al voto para ganar adeptos.

Es por eso que resulta ignominioso y desvergonzado que agitadores de los partidos independentistas y sus acólitos osen comparar aquella época con esta o acusen al gobierno de franquista. Será inmovilista o inútil para hallar otra salida, pero no dictatorial ni represivo en la aplicación de las leyes. Son los mismos que reciben bochornosamente con vítores al proetarra Arnaldo Otegi y llaman fascista al mismisímo Joan Manuel Serrat, icono del mejor catalanismo, por posicionarse en contra del referéndum. A esa paranoia han llegado.