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El día 17 de mayo de 1954 se produjo uno de los acontecimientos más importantes de la reciente historia de Estados Unidos. El Tribunal Supremo consideró, en el célebre 'caso Brown', que las leyes estatales que establecían escuelas separadas para estudiantes de raza negra y blanca suponían una negación de la igualdad de oportunidades educativas. De esta manera, la Corte revocó la doctrina segregacionista que venía defendiendo desde finales del siglo XIX. Esta decisión abrió el camino hacia la integración racial e impulsó la lucha por los derechos civiles de las personas de raza negra. Ocho años más tarde, James Meredith quiso poner en práctica esta sentencia y se matriculó en la Universidad de Misisipi que solo admitía estudiantes blancos. El gobernador segregacionista Ross Barnett se opuso tenazmente a su ingreso y promovió manifestaciones en el campus que enfrentaron a estudiantes de ambas razas. A los pocos días, aquella historia de un estudiante negro se convirtió en un problema nacional de primera magnitud. Se produjeron violentos disturbios. Murió un periodista y más de setenta personas resultaron heridas.

En vista de la situación, el presidente John F. Kennedy ordenó que el Cuerpo de Alguaciles, encargados de hacer cumplir las sentencias de los tribunales federales, tomara el control de la seguridad del Estado, desplazando así a la Policía Local que estaba a las órdenes del gobernador segregacionista. Estos policías escoltaron a James Meredith para asistir a sus clases. El presidente John F. Kennedy justificó estas medidas en un discurso histórico: «Los estadounidenses son libres, en resumen, de estar en desacuerdo con la ley, pero no de desobedecerla. Pues en un gobierno de leyes y no de hombres, ningún hombre, por muy prominente o poderoso que sea, y ninguna turba por más rebelde o turbulenta que sea, tiene derecho a desafiar a un tribunal de justicia. Si este país llegara al punto en que cualquier hombre o grupo de hombres por la fuerza o la amenaza de la fuerza pudiera desafiar los mandatos de nuestra Corte y nuestra Constitución, entonces ninguna ley estaría libre de duda, ningún juez estaría seguro de su mandato, y ningún ciudadano estaría a salvo de sus vecinos».

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Uno de los grandes inventos del constitucionalismo moderno es el llamado Estado democrático de derecho. Se trata de una forma de organización política y jurídica por la cual los poderes públicos y los ciudadanos están sometidos a la ley. Para garantizar el cumplimiento de la ley, existen unos tribunales de Justicia, independientes e imparciales. Gracia a su labor de interpretación y aplicación de la ley, cualquier ciudadano puede obtener la debida protección de sus derechos e intereses legítimos. Las sentencias, una vez adquieren firmeza, deben ejecutarse, esto es, cumplirse en sus propios términos. ¿Qué ocurre cuando se obstaculiza su cumplimiento? ¿Y cuándo se manifiesta que no se va a cumplir el mandato judicial por estar en desacuerdo? Desde un punto de vista teórico, la respuesta es sencilla: se puede usar la fuerza para imponer las resoluciones judiciales. Sin embargo, este planteamiento nos produce cierto escalofrío. Después de vivir muchos años en democracia, tendemos a pensar que el uso de la fuerza es propio de sistemas dictatoriales donde los derechos fundamentales son formulaciones teóricas vacías de cualquier contenido. Nos cuesta interiorizar que, en nuestras sociedades democráticas –alejadas de guerras, hambrunas, revueltas y demás miserias que asolan el planeta-, necesitamos (afortunadamente, en muy pocas ocasiones) el uso de la fuerza para ejecutar las decisiones de los jueces.

El Derecho determina quién puede en un conflicto usar la fuerza y de qué manera. Si Kennedy no hubiera ordenado intervenir en Misisipi, James Meredith nunca se habría matriculado en la universidad. En tal caso, ¿de qué habría valido la sentencia del Tribunal Supremo que prohibió la segregación racial en los centros de enseñanza? Una sociedad avanza no solo cuando reconoce derechos y libertades, sino cuando asume que, en ocasiones, la única manera de garantizarlos es por medio de la fuerza legítima. Quizá sea el momento de recordar las palabras de Sófocles: «Un Estado donde queden impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina por hundirse en el abismo».