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Hace tiempo que el precio de la gasolina ha desaparecido de las preferencias informativas y, sin embargo, sigue subiendo, cinco céntimos en apenas dos semanas. El mes pasado fue uno de los indicadores que contribuyó al repunte del IPC, lo que significa que el peso del combustible en la economía sigue siendo importante.

La aparición de las gasolineras de bajo coste como uno de los efectos liberalizadores de la política europea ha descargado al Gobierno de la crítica inmediata que provocaba cualquier cambio, lo que no quita que el combustible siga siendo una ubre imprescindible para la nutrición de los fondos estatales.

Es conocido que de los 50 euros que dejamos en el surtidor en cada repostaje, la mayor parte corresponde a impuestos. El precio sin impuestos de la gasolina en septiembre era de 54,1 euros en España, según datos oficiales del Ministerio de Energía. El precio medio a la venta en ese mismo periodo era 121 euros, que oscilaban en función del territorio y, es conocido también, que en Balears la pagábamos a 127,8 y en Navarra a116,9, cuando se habla de puntas de precio, siempre nos toca la más alta, a pesar de que la competencia algo ha ayudado a combatir el trato.

Como en todos los estados europeos, más de la mitad de lo que se paga va a la caja común con destino a la financiación de los gastos generales, «los gasolineros somos en el fondo recaudadores del Estado», según aguda definición de un empresario menorquín del ramo. Ese es un motivo común de queja de los contribuyentes y, sin embargo, el gobierno español -el de ahora y los anteriores, no es cuestión de color político- es más modesto en su presión sobre este recurso que estados como Dinamarca, Suecia, Croacia o Grecia, donde el precio está por encima de los 150 euros. Como excusa se decía que los sueldos en esos países eran mucho más altos, pero Gracia desmonta el argumento.

Quizá por todo eso los coches eléctricos no acaban de llegar.