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Él estaba empecinado en escribir una novela. Pero no cualquier novela. Sino una de esas novelas destinadas a convertirse, rápidamente, en best seller, que, en román paladino, sería algo parecido a 'se va a vender la porquería esta como la pomada en un jaleo'... Así que, cierto día, se puso manos a la obra. Arrancó con una larga descripción. En un taller de escritura le dijeron que eso era importante, ya que ayudaba al lector –si lo hubiera o hubiese- a meterse en situación. Y comenzó con un «en un lugar de la América profunda de cuyo nombre no quiero acordarme...». Le sonaba a conocido, pero no le importó. A fin de cuentas existían ilustres precedentes de insignes plagios. Tras dedicar noventa y ocho páginas a la prosopografía del personaje central, díose cuenta de que había incurrido en algunas contradicciones. A saber: el protagonista –que ya no debía llamarse así según la crítica literaria contemporánea en perpetuo plan igualitario político correcto- tenía una pierna velluda y otra pulcramente rasurada, ojos de diferentes colores y era, a la par, calvo y melenudo. Después de prolongadas meditaciones y movido – o mejor dicho: desmovido, neologismo por él acuñado- por su irrefrenable pereza, el creador mantuvo la extraña personalidad del prota. Planteó el dilema a un amigo y, tres semanas más tarde, el susodicho le dijo que aquel engendro era un acierto. Ni decir tiene que el amigo no se había leído el borrador. «Los engendros –le espetó- venden porque ponen en evidencia los monstruos interiores que llevamos dentro y que tú has hecho aflorar, macho, con una prosa indescriptible que te conducirá a las más altas cúspides de la literatura pos-pos-pos-pos-pos-in-out-nowadays-today». El neófito en estas lides no entendió nada de lo que le dijo su compadre, pero, ¡joder!, aquello sonaba bien. ¡Una novela con profundidad

En la página doscientos cuarenta y siete se inició, por fin, la acción. El nuevo novelista estaba convencido de que tras veintidós capítulos, los personajes –en concreto uno- ya estaban suficientemente definidos. Y al arrancar, recordó los consejos de ese otro escritor que no escribía pero que impartía charlas sobre cómo escribir, en los que le decía que una novela tenía que tener, necesariamente, sexo, violencia y un puntito de crítica social. El problema era acuciante porque, en esos momentos, el 'protagonista-antagonista-que puñetas soy yo' estaba en la USA profunda, junto a una gasolinera sin dependienta, en un tórrido desierto. ¿Sexo aquí? ¿Violencia aquí? ¿Crítica social aquí? Pero, como buen literato, no se dio por vencido: el 'protagonista-antagonista-qué puñetas soy yo' agarraba de la susodicha gasolinera unas revistas porno, se encerraba en el lavabo maltrecho y maloliente con puerta que, of course, crujía, y les echaba un repaso. Lo del sexo quedaba cubierto. A la salida de la letrina, el prota se liaba a mamporros y patadas con la máquina de las chuches, esa que no le había proporcionado la golosina y, la muy zorra, tampoco le había devuelto el único dólar que le quedaba... Al escritor se le iluminó la cara: el porcentaje de violencia, así, también se había cubierto y la moneda no devuelta le serviría para hacer un circunloquio sobre las perversidades del capitalismo que le ocuparía, por lo menos, doce capítulos más, dos líneas y cuatro vocablos…

¿Cómo debía seguir? ¡Ah! Esa era la pregunta que –todos se lo anunciaron- le asaltaría tarde o temprano en la elaboración del texto. Y como lo de los traumas infantiles molaba, el escritor optó por convertir al 'protagonista-antagonista-qué puñetas soy yo-eso' en un sanguinario psicópata movido por las inquietantes dudas que poseía sobre su paternidad. Porque, que uno tenga una pierna velluda y la otra no y ojos de distintas tonalidades, natural, natural, lo que se dice natural, no es, de lo que se podía deducir que él era el fruto de algo raro y agobiante...

Este aspecto sería, en el futuro, ampliamente aplaudido por la crítica especializada, al constatar la profundidad analítico-fiilosófica-psicólógica-ética-etílica de la que gozaba el personaje central y único del texto en cuestión. La soledad del mismo sería igualmente remarcada como indudable acierto del nuevo escritor.

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Una vez concluida, el autor presentó la novela a un concurso. Los tres miembros del jurado leyeron aquella cosa de dos mil doscientas cuarenta y dos páginas en las que un hombre, velludo y depilado, con un ojo azul y otro verde, leía/veía revistas porno en una letrina, en un desierto al que había llegado sin saber cómo y que había acabado por darle de bofetadas a una máquina de golosinas que, al no haberle devuelto la moneda, lo había convertido en férreo detractor del capitalismo, mientras que sus no muy claros orígenes lo habían mudado, simultáneamente, en sanguinario asesino; orígenes que aparecían levemente diseccionados en una suculenta descripción de casi cien páginas... ¡Uf! Pero, siguiendo la férrea moraleja del cuento del 'rey va desnudo' los tres sesudos miembros del jurado optaron por callar… Se miraban unos a otros, preguntándose cuál de ellos sería el fistro de la pradera que osaría hablar primero. Hasta que uno de ellos, el de la ceja juguetona, en un tic motivado por una enfermedad neuronal, agitó la susodicha, acto del todo involuntario que los otros dos interpretaron (que para eso eran jueces letrados) como inequívoco signo de aprobación. Aliviados, proclamaron casi al unísono que «nos hallamos ante la novela más reveladora del año, llamada a convertirse, incluso, en punto de inflexión». El texto, titulado «Una letrina, una moneda y qué hago yo aquí» obtuvo varios premios destacados (excepción hecha del 'Planetario', que se concede, como de todos es bien sabido, cinco siglos antes de que la obra ganadora esté escrita), incluido el Nacional de Literatura, otorgado por el Ministro de Cultura y anterior Ministro de Agricultura, Defensa y Educación…

Sobre las ventas no importa ni hablar. Tras las últimas memorias anuales de Pesebre Esteban, «Una letrina, una moneda y qué hago yo aquí» arrasa en las librerías, con la particularidad de que, al igual que el «Ulises» de Joyce y «El péndulo de Foucault» de Eco, todo el mundo manifiesta, mintiendo, pero con convicción, que se lo ha leído... Varias veces...

Incluso –cuentan- un insigne crítico literario ha berreado que «la metáfora de la letrina es sublime. Ésta, unida a la de la pornografía y la moneda que el personaje pierde injustamente, no son sino meridiana denuncia del poder del dinero, que lo muda todo en putrefacción ante la inacción de una humanidad ida e insolidaria representada por ese desierto sin horizonte, sin esperanza...».

Como fruto de lo anteriormente descrito, dirás (recuperas tu persona gramatical habitual) que del texto en cuestión y de lo acaecido en él, los niños y borrachos extrajeron algunas sabias conclusiones. A saber: 1º- Que cualquier gilipuertas puede escribir una novela y tener éxito. 2º- Que los talleres de escritura sí sirven para algo. 3º- Que siempre existirá alguien que verá metáforas donde no las hay. 4º- Que las neuropatías son imprescindibles para ser jurado. 5º- Que en España todo el mundo lee a Joyce y a Eco (¡Para que luego digan!). 6º- Que se puede ser imbécil y ministro de Cultura… 7º- Y de Agricultura, Defensa y Educación y... 8º- Que los lectores urgen, con frecuencia, de un Trankimazin y, para huir del país, de una agencia de viajes en la que, ¡por Dios!, no les obsequien con una novela jet y, aún menos, con un best seller