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Están aquí desde hace tiempo. Se saludó su llegada a los procesos automatizados de fabricación de vehículos y productos industriales en general. Ya se han probado como sustitutos en labores más humanas y pronto serán -o ya lo son- recepcionistas uniformados de hotel que con voz metálica saludarán al cliente: «Buenos días, señora Cantalejo, su habitación es la 315, le deseamos una feliz estancia». Y a la señora Cantalejo le hará gracia hasta que tenga una urgencia que no admita memeces.

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Salvo ir de botellón, los robots podrán hacerlo casi todo, los muñecos humanoides avanzan entre la admiración de muchos y la preocupación de otros tantos que se preguntan si no corremos el riesgo de que la inteligencia artificial llegue a dominar algún día la inteligencia humana. Personas y pensadores que miran el futuro desde la perspectiva de la ética y la naturaleza reflexionan sobre esta convivencia entre máquinas y personas cada vez más decantada hacia las primeras en razón del criterio economicista y tecnológico que domina el mundo.

De momento, aprovechamos sus beneficios, que son muchos y llegan hasta la sanidad, los robots también operan en intervenciones complejas, claro que bajo la mano experta del cirujano. Utilidades les encontraremos en todos los campos y ventajas como pasear monigotes articulados, por ejemplo, como animales de compañía que no ensucian las calles. Como todo, in medio virtus, la proporcionalidad adecuada para que el abrazo con el que recibimos todos los adelantos no sea una abrazo del oso que acabe cercenando el empleo y la calidad humana de la relación laboral. Miguel Delibes, filósofo rural que escribía como nadie, lo advirtió hace unos lustros: «La máquina ha venido a calentar el estómago del hombre pero ha enfriado su corazón».