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Los miles de euros que ahora aparecen en la cuenta de Martí Riera no le van a devolver la movilidad perdida en el tren inferior de su cuerpo. Tampoco eliminarán de su memoria el accidente que sufrió hace 11 años, aquella noche de agosto en La Mola. El ahora célebre nadador está obligado a evocarla a diario, dice, cuando cada mañana desde su cama observa la silla de ruedas que le aguarda como proyección asociada a su ser.

El plus material que supone la indemnización económica, al menos, sí le permitirá mejorar las necesidades de su vivienda para adecuarlas a su discapacidad y prever el futuro de la vida que le aguarda marcada en parte por este condicionante físico.

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Ha sido, por fin, el desenlace lógico a una tramitación larga y farragosa que, como suele suceder en estos casos, ha destacado por la falta de sensibilidad hacia los heridos, únicas víctimas reales de lo sucedido. Pasaban días, meses y años, los distintos tribunales alargaban el proceso y los organizadores dilataban el tiempo para eludir, en la medida de lo posible, su indiscutible responsabilidad en el accidente.

La 'Flower Power' que promovió la empresa del cómico del Tricicle, Joan Gracia, derivó en un descontrol lamentable por la aglomeración de personas que acudieron seducidas ante la singularidad de una fiesta que iba a ser y lo fue -vaya si lo fue- diferente. En aras al beneficio lícito que buscaba la empresa, con la aprobación de la que gestionaba entonces La Mola y la propiedad de la Fortaleza, se obvió la seguridad capital para acoger tamaña reunión y ahí están las consecuencias.

Que la fiesta se llevara a cabo sin la oportuna licencia demuestra la sucesión de errores cometidos. De haberse tomado las medidas oportunas para limitar aforo y prever accidentes, desde las autoridades hasta los organizadores, se habría evitado, probablemente, el fatídico suceso. Sirvió como escarmiento para el futuro aunque Martí deba recordarlo a diario.