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Anatoli Lunacharsky fue en 1918 comisario de Educación de Lenin, tras la victoria de la revolución rusa. Creó una nueva forma de expresión artística que se llamó «agitprop», juntando el principio de las palabras agitación y propaganda. El objetivo era un arte que inspirara al pueblo a participar de los objetivos y los beneficios de la revolución. Se puso en marcha el «agitprop» poco después de que la colección Shchukin (54 obras de Picasso, 37 de Matisse, 29 de Gauguin, 26 de Cézanne y 19 de Monet) fuera declarada de dominio público.

Salvando enormes diferencias, hoy abundan los ejemplos de agitación y propaganda. No solo los movimientos que crecieron a la sombra del 15-M, impulsados por una insatisfacción muy amplia, han aprovechado la agitación para consolidarse y la propaganda para conseguir votos, sino que la estrategia se ha extendido.

El independentismo ha animado la revuelta aunque al final esa gran movilización ciudadana no les ha permitido evitar la aplicación implacable de todo el peso de la ley. La contra propaganda ha sido apabullante, agitando también las ideas contrarias al nacionalismo, vestidas a veces de periodismo.

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El PP ha vivido en las últimas semanas su «agitprop», no tanto con el máster de Cifuentes, como con el vídeo de las dos cremas de 40 euros (en total). ¿Cuántos vídeos, grabaciones, informes no deben estar aguardando el momento de ser agitados para atacar a uno de los suyos o a uno de los nuestros? Después, los tertulianos y algunos medios se encargan de la propaganda, sin preocuparles su descrédito profesional.

La terrible sentencia de La Manada también ha provocado un estallido de protestas, que muchos alientan, incluso los que son responsables de promover las leyes que eviten resoluciones similares.

Al final, todo parece indicar que se ha perdido la vergüenza para agitar y hacer propaganda de ello. Vuelve ese «arte» 100 años después.