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Las previsiones a un año vista siempre resultan un poco precipitadas y es probable que en vez de cincuenta y tantos los cruceros que recalen el año que viene en el puerto de Maó sean un puñadito más. Pocos, en cualquier caso, la mitad que en 2018, con una brusca ruptura de tendencia y, lo que es peor, la quiebra de la única actividad que todavía mantenía cierta pujanza en la ría.

Los cruceros se van. Aduce MSC, que ha navegado con Sinfonía y Armonía por estas aguas y casi dos mil pasajeros a bordo, que ahora trabajará en otras rutas con barcos de más eslora que aquí no resultan operativos. Que no caben, vaya. Pero mantiene esta gama de 275 metros, idóneos para seguir en esta ruta. Debe haber otras razones.

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Tal vez ha percibido, al igual que otras compañías que cambian estas aguas por otras saladas y más dulces, la hostilidad tácita -y expresa, a veces- de sectores e instituciones que organizan foros sobre los cruceros y critican en sus conclusiones «la opacidad que causan al formar una pantalla en el horizonte portuario», o algo así se ha publicado en alguna ocasión, lo que en román paladino sería: «que perturban la vista del personal» y eso, como se sabe, es sagrado en una ciudad que en general ya vive de espaldas al puerto.

Las excursiones a Ciutadella que suele contratar la mitad del pasaje tampoco tienen facilidades, cuatro años cruzando la carretera en obras interminables desanima a usuarios y promotores, que de estas excursiones sacan buena tajada.

Es un turismo que si se apea y consume algo lo paga, que desestacionaliza y que contribuye más a mantener el pequeño comercio que los planes en marcha para limitar las grandes superficies. Pero, por lo visto, no genera cariño, se van y nadie, ni entre los que mandan ni entre los que obedecen, dicen nada. En todo caso, adiós con la boca cerrada y el alma muerta.