TW

Desde que vivo en Menorca he ido conociendo al mismo ritmo (a poc a poc) la Isla y su lengua y hace ya tiempo que soy capaz de leer a ambas sin esfuerzo, sin pararme cada tanto con cara de no entender. He conseguido dejarme llevar por la lectura (si la historia es buena, claro) y olvidarme de las palabras para adentrarme en la narración y poder gozar de esa parte intraducible que tiene cada lengua (y cada lugar). Así que tenía claro que la próxima novela que iba a leer y a compartir sería una escrita en catalán. He caído en las redes contemporáneas y me he asomado con curiosidad a «Les possessions», de Llucia Ramis (Palma de Mallorca, 1977).

Esta obra, ganadora del Premi Llibres Anagrama de Novel·la -también está editada en castellano por Libros del Asteroide- me había atraído, ya en las reseñas, por sus intenciones. Se trata de una indagación en la historia de su familia, escrita en primera persona, con una narradora que bien podría ser la propia Ramis: una joven escritora y periodista mallorquina que vive en Barcelona y que tiene que volver unos días a Mallorca, en 2007, porque su padre ha empezado a comportarse de un modo extraño. Podría ser su autobiografía, pero también podría no serlo (y lo llamarían autoficción) y es que, como dice Ramis, cuando los hechos, por muy personales que sean, se ponen por escrito, se distancian de la presunta realidad y ya no se sabe a quién pertenecen más allá de a la propia literatura.

Hay en la novela, además, un secreto familiar: el exsocio de su abuelo, un empresario arruinado y corrupto, asesinó en los años noventa a su esposa y a su hijo y después se suicidó, dejando a la familia de la narradora una ristra de fantasmas. Pero hasta los fantasmas son aquí provisionales, como provisionales han sido para nosotros -los nacidos a finales de los setenta y durante los ochenta-, los trabajos, las parejas y los contratos de alquiler de los pisos. La autora ya cumplió la misión de plasmar a su generación cuando publicó, hace una década, «Coses que et passen a Barcelona quan tens trenta anys» y ahora, en «Les possessions», vuelve a hacer un retrato de los nostálgicos de un futuro que no nos llegó, en el que pasamos de ser «hijos de la Transición» a ser «hijos de la corrupción».

Niñas y niños mimados hasta los cuarenta años (o más), perdidos en un páramo en el que no se han cumplido las profecías: si estudias, te preparas, viajas, aprendes idiomas y sueñas, puedes ser quien quieras, no hay techo. Y sí que había techo (aparte del techo de cristal contra el que aplastan las mujeres que llegan arriba los rostros y las aspiraciones). Era un techo bajo, áspero, con gotelé, nombre de crisis y olor a estafa diseñado para una generación que no tiene adónde regresar:

«Després d'un llarg silenci, ma mare diu:

Noticias relacionadas

Vaig estar pensant en el que comentares quan Mamie i Didi vengueren Can Meixura, allò que la paraula possessió no era una casualitat. A Catalunya tenen masies, a Euskadi tenen caseríos, a Andalusia tenen cortijos. El llenguatge és important, supòs.

Tanc els ulls. Contest:

- Saps que al segle XIX hi va haver una llei de desvinculació de la terra? Era per acabar amb els grans latifundis i que no s'ho quedassin tot els nobles. En qualsevol cas, el concepte també és significatiu: desvinculació de la terra. L'illa es molt petita, mamà. Si perdem el poc que ens pertany, aquell trosset nostre, què ens queda? Ni Mamie, ni Didi, ni tu teniu aquest sentiment, perquè heu viscut a mig Europa, i Mallorca només és un lloc més. Es papà sembla haver perdut aquest sentiment, perquè l'hi han arrencat de soca-rel, com el fill de puta del veí va arrencar tot el que va plantar. I jo no puc reclamar res, perquè ni tan sols visc a Mallorca. Però no tenir on tornar, un espai que coneixes i on t'hi retrobes, no sé, per a mi és angoixant. Me sent enlloc, ara mateix. Al capdavall, tot és memòria, no? I a sobre me sent egoista per haver donat per fet que tenia una casa que, com tu dius, no va ser meva mai.

-Carinyo -contesta-, no tenir on tornar: créixer consisteix en això».

El libro, que atrapa a la lectora por la honestidad que lo recorre y por algunas escenas impecables, está escrito con un lenguaje claro y fluido -a veces, vulgar: el personaje del padre tilda de malparlada a la protagonista-, en una mezcla de crónica periodística y confesión íntima. Mientras leía pensaba que la trama deambulaba por demasiados lugares y que no se enfangaba en ninguno -tabúes familiares, relaciones amorosas, el oficio de periodista y de escritora, la precariedad, la nostalgia colectiva...-, pero al llegar al final sentí que rodeaban un mismo eje, el de la identidad, y que la narradora dejaba todas sus piezas conviviendo en un inquietante equilibrio, como ocurre, por cierto, en las mejores familias.

ana@laisladelosescritores.com