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Después de mis viajes por África fotografiando la fauna más variada y sorprendente que un fotógrafo de fauna salvaje pueda imaginar, si exceptuamos la de la India, salir por la campiña madrileña a fotografiar insectos, les garantizo que no es un tema menor, no estoy hablando de pelos de cochino. La complejidad es extraordinaria, al amanecer me falta luz, para cuando tengo buena luz hace demasiado calor y los insectos se ocultan, aun con todo, algunos días que he tenido el santo de cara, he conseguido alguno de esos 'bichos' diminutos francamente raro, rareza que les confiere una belleza extraordinaria. Me voy acercando al tallo de un cardo donde está posado, y cuando ya he conseguido una aproximación óptima, va el tío y se esconde detrás del tallo del espinoso cardo y otra vez vuelta a empezar con el lento acercamiento, para finalmente volvérmela a jugar, hasta que me sacan de las casillas y acabo acordándome de su madre.

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El otro día llegué a casa con la cara como un pan, en un clape di con un nido de puput que también quise fotografiar, me fui a sentar detrás del montón de piedra para cambiar la óptica y tan bocabadat debía estar que no vi que a escasos centímetros había un avispero tan grande como mi mano abierta. Para cuando me di cuenta, tenía 3 o 4 avispas sobre mi cara dejándome una oreja como un tomate y una que fue a picarme debajo de un ojo, consiguió que antes de llegar a casa éste se me hubiera cerrado por completo por la inflamación. María sólo me dijo: ¡Pero hijo mío!, ¿tú te has visto?