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Tumbada en el diván del sicoanalista Julia guardaba silencio, «si un terapeuta tan caro espera que rellene la hora de sesión hablando yo va listo». Ella no quería estar allí, fue por la insistencia de familiares, y picapleitos, y la matraca que le dieron con todo aquello de ponte en manos de especialistas, será lo mejor para ti, y un largo bla, bla, bla molesto y ensordecedor. Así que Julia estaba con aquel tipo con cara de lubina a medio hacer, dejando pasar el tiempo.

Ya su padre y su abuela habrían sufrido lo que se llamaba «mal de nervios» que lo mismo servía para un brote sicótico que para un ataque de ansiedad. Cuentan que un bisabuelo suyo se lio a tiros con la escopeta de caza porque un vecino atravesó sus lindes para atrapar un conejo, lo que no saben es que el bisabuelo tuvo un ataque de cuernos porque su segundo hijo nació rubio pajizo, como el vecino, cuando él era moreno como el betún. Así que muchos dieron por hecho que Julia llevaba la bombita genética de sus antepasados dentro y le explotó sin más. El determinismo de algunos es flipante, si ya nacemos predestinados a lo que mierda sea, para qué currarnos nada, o esas otras zarandajas de si la vida te da limones haz limonada, y si te da hostias, ¿qué haces?, ¿obleas para comulgar?, vaya cuentos para idiotas.

A Julia las primeras sesiones se le hicieron más largas que una tertulia sobre política. Siempre veía a los tertulianos como marionetas de esas que les meten la mano por detrás y le mueven la boca, mientras que el que habla es un ventrílocuo, incluso si te fijabas con atención en el movimiento de los labios notas que no cuadran con la voz, como un doblaje desincronizado. En cambio él estaba enganchado a esa droga dura de pensar que en esos estercoleros uno se informa. Ya vino él otra vez a su mente.

Entre el «mal de nervios» y la etiqueta cool que le pudiera poner el terapeuta lubina, Julia prefería pensar que todo había sido obra de Ate, esa diosa griega irreflexiva, que desata una fuerza descomunal, una suerte de pasión arrebatadora que anula la razón. O sencillamente uso a Ate para hacer lo que hace más de una década que tenía que haber hecho, quitarse la garrapata que tenía pegada al alma, librarse de una vez por todas de él.

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Porque es tan mono, tan guay que nadie la hubiera creído. Con su discurso sólido y sus camisas bien planchadas, con la raya del pelo recta, con los dientes blancos, demasiados blancos. De la puerta para fuera nunca una mala palabra a compañeros de trabajo o amigos. Y Julia cada vez más relegada al ostracismo, al mero papel de acompañante silenciosa de un hombre al que muchos admiraban.

Así que tras las palizas, y las humillaciones directas a la autoestima de Julia para aislarla siguiendo el manual del perfecto maltratado, ¿qué le quedaba a Julia? Aguantar y soldar huesos en silencio, contarlo y sufrir la incredulidad de los demás, denunciar a una justicia patriarcal que se está cebando con las mujeres violadas o maltratadas, o tirar de Ate y reventarle la cabeza con el absurdo busto de Julio César que presidia la mesita del recibidor, regalo de su estirado suegro. ¡Que se vayan todos al infierno!, gritó para adentro.

Él está en un coma profundo del que ojalá no salga nunca, y Julia tumbada en el diván de aquel terapeuta lubina, esperando que le dé un diagnóstico que convenza a los marichulos con toga para que todos la dejen por fin tranquila. Julia sentía una profunda calma, una calma merecida. Feliz jueves de agosto, queridos lectores.

conderechoareplicamenorca@gmail.com