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IMBÉCIL. Con todas sus letras, en mayúscula y con tilde, por supuesto. Y con todas los significados, connotaciones y apreciaciones que correspondan. A ti, que el otro día te daba lo mismo la vida, la tuya y la de los demás, y que ibas adelantando coches en un tramo de línea continua al lado de Ferreries como si no hubiese un mañana. A ti, miserable, que desprecias el regalo más preciado y te da igual porque ni lo hiciste una o dos veces, ni fue de forma desintencionada.

Amigo lector, te pongo en situación para que entiendas el tamaño de mi enfado. Martes, sobre las 18.30 horas, vuelvo de Ciutadella dirección a Ferreries y en la subida que hay al lado de la rotonda más próxima al túnel, de golpe, me cruzo con un miserable. Como sabrás, en ese lugar hay dos carriles de subida y uno de bajada. Yo iba por el de en medio de forma correcta cuando en la curva me encuentro con un coche gris conducido por un chico joven, de entre 25 y 35 años, pelo moreno adelantando en línea continua e importándole un pepino que yo viniera de cara o que se pudiera liar una bien gorda. Afortunadamente, lo esquivé invadiendo el carril de mi derecha donde otro vehículo me cedió algo de sitio a raíz del susto.

Lo pasé mal, muy mal, con temblores incontrolables y sudor frío incluidos a raíz del complicado momento y que me obligaron a parar en Ferreries para calmarme y no convertirme yo también en un peligro en la carretera.

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Tras enfriarme el calentón a base de agradecer que estaba vivo, se me ocurrió compartir la experiencia en Facebook por si alguien había visto algo y, supongo, para evadirme un poco de todo. En ese momento tenía ganas de encontrarme con el imbécil cara a cara y explicarle cómo me sentía. Contenía mucha rabia e ira, dos de esos sentimientos que están mejor lejos y fuera.

Con el paso de los días me he ido calmando. Leer todas las impresiones surgidas a raíz de la publicación y descubrir que hay mucha más gente sufriendo todos los varapalos de la carretera General, ayuda a comprender que lo mío, lamentablemente, no fue nada extraordinario y que las calles, caminos y carreteras están llenos de imbéciles y de ‘imbécilas’.

Ahora, solamente me queda la lástima de no haber podido hablar con él, no para increparle ni asustarle, sino para educarle, para hacerle ver lo importante que es estar vivo. Me gustaría, la verdad, poder charlar con él, saber qué estaba pensando y entender qué le motiva a alguien poner su vida en riesgo sin que le importe nada. Y a soltarle, cuando no mire, una colleja bien dada, de esas que quita el calor y la tontería.