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Llevamos toda la vida quejándonos y discutiendo sobre la inutilidad, o no, de cambiar las manecillas del reloj para adaptarlo a la entrada del verano y del invierno. Año tras año despistados, con esa tristeza que invade el cuerpo cuando de pronto nos roban esa horita de luz, que nos arroja de lleno en la rutina y la oscuridad, y al contrario, con la alegría que proporciona alargar el día a finales de marzo, cuando los pájaros pían alborotados y esa hora sisada al sueño se nos olvida con el augurio del verano. Año tras año calibrando si realmente el argumento del ahorro energético es válido, y si nuestros biorritmos se alteran por esa decisión arbitraria.

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Ahora está sobre la mesa la posibilidad de cambiarlo, a propuesta de la Comisión Europea, y en el momento de elegir entre las distintas opciones la cosa ya no parece tan sencilla. ¿Sacrificaremos la luz de la víspera de Sant Joan o llevaremos a los niños al colegio de noche? Ambas posibilidades existen, la primera si se opta por el horario de invierno todo el año y la segunda si se elige el de verano. El debate está abierto, no solo en la Unión Europea sino entre comunidades autónomas –la diferencia es evidente entre Menorca y las regiones del norte de la Península–, y más allá de consideraciones económicas y energéticas, la decisión final puede afectar de lleno a nuestras vidas cotidianas.

Sin embargo, si como se dice esto es una oportunidad para discutir sobre unos mejores horarios para conciliar vida personal y trabajo, entramos en nuestro verdadero punto débil. Porque de nada sirve que oscurezca una hora más tarde en invierno, permitiendo disfrutar de claridad cuando las obligaciones han finalizado, si la mayoría de españoles sigue en oficinas y comercios, con los niños en actividades extraescolares, y acabando todos igualmente de noche. El grupo de expertos del Gobierno debe analizar no solo el cambio de hora sino un cambio social de horarios.