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Tuvo el rey Felipe VI un encuentro amable con los menorquines con los que se cruzó en el puerto de Maó y en el Club Marítimo el pasado sábado. Trasladó proximidad a la gente a pesar de los 20 guardaespaldas que le acompañan siempre, con el apoyo de las fuerzas y cuerpos de seguridad de cada ciudad.

Ahora que los reproches al monarca y a toda la familia real ya no son hechos aislados sino que se repiten incluso en apariciones públicas, en Menorca el Rey halló reconocimiento, aplauso y gratitud. Y él correspondió en la medida de lo posible estrechando cientos de manos y posando para cientos de fotografías, a excepción de los periodistas a quien el jefe de seguridad de la Casa Real, una vez acabada la entrega de trofeos, impidió que le hicieran fotos pese a que el resto de los mortales allí presentes no paraba de tirárselas.

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No tiene Felipe VI el carisma de su padre pero está mejor preparado que aquél. No se gana a la audiencia con un comentario hilarante que rompa el protocolo y provoque la sonrisa de la concurrencia, pero tiene temple y aplomo en cualquier circunstancia, como demostró en el escrache que le organizaron los independentistas hace un año en la manifestación tras los atentados de Barcelona y Cambrils.

El Rey sabe mejor que nadie que la institución que representa ha perdido buena parte de la aceptación popular mayoritaria de la que disfrutó durante el reinado de su padre. Entre su cuñado delincuente y la revelación de los juegos de cama de su padre, ahora agravados todavía más con el presunto cobro de comisiones o las cuentas en paraísos fiscales, la corona que soporta Felipe pesa demasiado sobre su cabeza. Por más que su imagen resulte intachable hasta el momento, bien hace en llegar a cada rincón del país cuando puede, estrechar cientos de manos y hacerse cientos de fotos cuando se las piden si pretende recuperar paso a paso el crédito de la monarquía que buena parte de su familia ha tirado por la borda.