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Vuela bajo, no avisa con el clásico trompeteo de los chupa-sangre tradicionales y este verano ha sido protagonista de conversaciones: las estadísticas hablan de que el mosquito tigre ha duplicado su presencia en la Isla pero ahora ya todos nos parecen rayados y cualquier picor en las piernas nos parece un nuevo ataque. En 2015 llegó a Menorca, probablemente vía marítima, refugiado en los neumáticos de un vehículo, y ya fue recibido con grandes dosis de derrotismo por parte de responsables de medio ambiente, reconocían que su avance sería lento pero seguro y que llegaría a tener presencia en todo el territorio. Tres años después podemos decir que estaban en lo cierto. Pica de día y de noche, no da tregua, sus huevos son difíciles de detectar y lugares con vegetación urbana descuidada, con agua estancada y sombríos le gustan para criar. No lo tiene por tanto muy difícil, aunque los particulares vigilen sus estanques y jardines. Llama la atención que, al margen de concienciar a los ciudadanos de controlar jarrones, cubos, macetas y lugares húmedos no haya recomendaciones más explícitas de cómo acabar con él.

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El mosquito tigre llegó para quedarse pero los riesgos que conlleva al parecer fueron moda informativa pasajera. Es vector de enfermedades, entre ellas el peligroso virus del zika, del que ya apenas se habla, aunque desde 2015, y según la red de vigilancia epidemiológica nacional, se habían registrado más de 300 casos en España, solo dos autóctonos y el resto importados. No se trata de alarmar pero el riesgo aunque leve o moderado existe, y lo que se echa de menos son más explicaciones sobre qué se está haciendo para controlar el avance del insidioso insecto. Si hay un plan de actuación para detectar los focos en la Isla, tratarlos con larvicidas e intentar detener su propagación las autoridades deberían informar. De lo contrario lo que parece es que no hay plan, y que solo se constata la plaga.