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Hubieras preferido -la verdad- tener un sueño erótico. Por favor: no lo divulguen por ahí. Esta es una conversación privada, como, de seguro, ya sabrán. Pero las cosas son como son. Y, casi nunca, como uno desea. No sé si fue en blanco y negro o en color. Nunca lo has podido averiguar. Lo que te consta es que fue verdaderamente terrorífico. Les cuentas…

Entrabas en una juguetería que, curiosamente, se parecía mogollón a la sala de plenos del Congreso de los Diputados. ¡Ya ven qué cosas! En un banco azul, erguido, muy erguido, figuraba el que, al parecer, dirigía el cotarro. Era un juguete que poseía forma de veleta y, si uno lo golpeaba, sonaba a hueco. Al parecer, tenía por nombre Pedro Narciso. Algunos malnacidos lo apodaban el Ombligo. Tenía extrañas características: donde hoy decía sí, mañana decía no… Y así iba tirandillo. Si se le daba cuerda pronunciaba hasta la saciedad dos términos: su propio nombre, Pedro y un «no» que iteraba, cansinamente, hasta la saciedad. Proponía juegos mágicos, aunque carecía de recursos para llevarlos a cabo. Algunos, incluso, creían en él…

Muy cerca de Pedro Narciso, alelada ante su presencia, se sentaba la muñeca Margarita Sauce, que igualmente mandaba mucho -¡ojalá perdonen las reiteraciones que estás cometiendo!-. Su segundo apellido era Dos Caras. Defensora acérrima de la libertad de expresión cuando se criticaba a otros juguetes, se enfadaba muchísimo cuando, por el contrario, se abucheaba a Pedro. Se apretaba un botoncito y hablaba de falta de respeto y de consideración y de… ¡Joder! ¡Hasta en las jugueterías -pensaste en sueños- existe la doble moral!

Escondidito en un rincón había, también, un comisario denominado Comisario CD y que tenía como acicate para ser comprado -nunca tan bien dicho- el hecho de que lo grababa todo. Estaba rodeado de unas muñequitas hinchables con las que había montado un negocio y que -de verdad- no tendrían que estar ahí… Se trataría -creíste- de un lamentable error… En caso contrario, una segunda muñeca, disfrazada de ministra, con unas balanzas en las manos, lo habría denunciado, sin duda, al dueño del local…

El lado derecho de éste estaba ocupado, mitad y mitad, por Naranjito y Jovial. Al primero le gustaba el color naranja e iba vestido de comunión. Muy educado él. El otro, el Jovial, no dejaba de sonreír, pero poquita cosa más. Aunque tenían un objetivo en común: acabar con Pedro Narciso. Naranjito y Jovial se daban codazos, intentaban acceder al cristal del escaparate, etc… El primero se parecía, al caminar, a uno de esos caballitos-mecedora de madera que van de izquierda a derecha y viceversa, mientras que el segundo, sin embargo, siempre iba hacia atrás. ¡Menuda tropa! -pensaste-.

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¡Uf! ¿Por qué no cambiaría el sueño y aparecería, de pronto, una esbelta figura femenina junto a ti, en una paradisiaca isla menorquina? Pero no…

Pululaban por la tienda otros juguetes. Uno, Pablito, el Travieso, se deleitaba en armar jarana y soliviantar a los juguetes, que estaban en un «vivo sin vivir en mí»… Otro tanto hacía El Cómico Rufián, pero éste en plan más payasete. Le encantaba a Rufián llamar la atención y salir en los titulares de prensa del periódico de Playmobil. A ti no te agradaba porque transpiraba odio. Y el odio nunca es bueno, pero menos en una tienda para niños…

Finalmente, pudiste contemplar a unos cinco autómatas que con unas antenitas amarillas recibían órdenes de alguien que estaba muy lejos y que, para defender la causa de sus juguetes, había tenido la valentía de huir…

Te despertaste. Cogiste, raudo, papel y lápiz y escribiste prematuramente a los Reyes Magos pidiéndoles encarecidamente que no te trajeran a ninguno de aquellos juguetes. Lo que tú querías eran muñecos entrañables, no egoístas, trabajadores y que, en pos de sus ideas o sueños, fueran capaces de dar la cara…

Los Reyes –¡Magos, Pablito y Rufián, tranquilos!- te contestaron diciéndote que de estos últimos ya quedaban pocos, poquísimos…