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Llevas el billete y la tarjeta de embarque. El primero como recuerdo histórico. Es la primera vez que vuelas con un descuento del setenta y cinco por ciento. ¡Olé! De cien euros has pasado a veinticinco. Te diriges, pues, radiante, a facturación. «Tendrá que abonar quince euros por exceso de equipaje» -te confiesa una especie de azafata abúlica-. «Pero si es solo un maletín...». La susodicha empleada suelta una sonora carcajada. «Son las nuevas normas de la compañía» -te comunica-. Y añade, en voz baja, un «lelo» que cree inaudible pero que se ha podido escuchar en todo el aeropuerto. La megafonía tiene esas cosas. «¿Y si lo meto en cabina?» -insistes-. A lo que la sádica contesta: «No puede. Está prohibido desde ahora».

Resignado, abonas los quince euros de marras y subes al avión. Otra azafata te señala tu butaca. «Pero, oiga, si está rota y le falta la mitad del cinturón de seguridad». «Eso es lo que hay. ¡Total! No creo que vayamos a estrellarnos» -te espeta-. Le urges una solución. «Queda un asiento en clase VIP. Si abona 25 euros es suyo». «¿Y tiene el cinturón completo?» -preguntas, angustiado. «En efecto –te contesta-. Incluso chaleco salvavidas».

«El avión despegará con un retraso de cincuenta minutos. Pero no se muevan de sus asientos. Son muy viejecitos y no están para culos inquietos» -te suelta por los altavoces una voz de hombre que te hace sospechar un estado etílico-.

Te tomas un trankimazin. Pides un vaso de agua. «¿Con nitratos o sin nitratos?» -te inquieren-. Bocabadado les dices que «sin», ¡natural! 10 euros...

Observas el avión. Alguien ha ocupado tu asiento inicial. Se ha sacado el cinturón de su pantalón y con él se ha atado a la butaca enfonsada... Está rezando. Lo conoces. Y lo sabías ateo. ¡Lo que hacen las compañías por la fe! Poco a poco, sus pantalones se van deslizando, dejando entrever una indecorosa raja anal y una obesidad poco estética... Su vecina -que sí tiene el cinturón completo- se percata, sin embargo, de que le falta el chaleco salvavidas. La azafata, octogenaria, le indica que no se puede estar en todo y que se ponga tranquila, que lo más probable es que el avión, a pesar de sus cincuenta y cuatro años de existencia, no acabe desplomándose sobre el mar...

Vas al servicio. Un azafato te indica que son 20 euros y otros diez por el papel higiénico. Como te está dando un apretón no discutes. A la salida, aliviado, regresas a tu butaca. La megafonía arranca cuando, finalmente, arranca el avión. Las melodías son adecuadas: el «Réquiem» de Mozart, «Soy el novio de la muerte» y el «Ave María» de Schubert... El hilo musical ha de sufragarse -te informan-. Las SGAE. Ya se sabe. 15 euros.

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Y entonces entiendes lo que siente un asesino...

- Este avión esta hecho una mierda -murmuras en la esperanza de que no te multen-.

De hecho, de una puerta de emergencia pende un cartelito con un «out of order» y de la otra un «No funsioná». Acongojado, le pides a la azafata que te deje bajar, pero el audífono no le funciona. A tu petición se une el resto de pasajeros. El señor del cinturón ya va en calzoncillos, pero eso, a estas alturas, no importa...

Calculas: cien euros del billete reducidos a 25. Sin embargo, a estos habría que añadir: 15 por el equipaje; 25 por una butaca en condiciones; 10 por un vaso de agua de grifo, pero, eso sí, sin nitratos; 20 por aliviarte; 10 por limpiarte y, finalmente, 15 por lo de la megafonía...

«¡Dios!» –exclamas-. La azafata octogenaria te multa con otros 30 euracos por blasfemo...

Finalmente, el piloto opta por no despegar. Lo anuncia de manera no muy clara: «Creo que no etamo en condisiones de salir, zuponiendó que ete tasto -¡hip!- pueda volá, cosa que dudo muxo, ¡hip!».

De regreso a la terminal, te encuentras con Andreu, un conseller, que te suelta un «¡Hola, Juanlu! ¿A que ahora da gusto volar con el setenta y cinco por ciento de descuento?». Y tú le explicas drásticamente con tu puño lo feliz que te sientes por tan significativo avance social...