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En estos últimos días, el frío otoñal recuperó la memoria de los fríos que le son propios al invierno más riguroso de Castilla, donde incluso tienen un aviso popular que nos quiere prevenir cuando la gente del campo dice: «Cuando el grajo vuela bajo hace un frío del carajo». El grajo es ave fúnebre, enlutada de la cola hasta el pico. Es curioso que en un pájaro que ha echado el gasto en adecentarse el plumaje solo con el color negro, luego va y deja en su nido unos preciosos huevos de color azulado, algunos se conoce que les da por entretenerse y añaden unas manchitas tirando a marrón. En esas me andaba cuando me dije ¡pero qué coño!, más me luciría si me largase con María por alguno de esos pueblos de la sierra madrileña, y tal dicho, tal hecho. María solo me dijo: «No fotis!», mientras subía al coche.

Las carreteras de montaña con más de medio metro de nieve en sus cunetas debido a que las máquinas quitanieves la van acumulando, conducir por ellas da un poco de yuyu que te aconseja no fiarte, incluso cuando el firme obliga a poner ese chisme de las mortificantes cadenas. Pensé que era mejor callar y no decir ni mu, no fuera a ser, que con razón María empezara a zarandear de izquierda a derecha la cabeza para terminar diciéndome: «¡Hay que ver lo que te gusta a ti eso de llevarme con el corazón en un puño! y sé muy bien que no lo haces por mí, que a ti lo que te pone es un día de chimenea y gastronomía invernal en horno de leña». Cuando María me suelta esas cosas, pienso: esta mujer me conoce cómo si me hubiera parido. «Bueno, supongo que te hará bien, dijo, alejarte intelectualmente de tener el procés hasta en la sopa, máxime cuando antes de juzgarlos ya andan con la ley zarandeándola cada cual a su conveniencia, como si la ley fuera un ente manejable según de donde sople el viento». ¡Hombre!, no tanto, que sobre nuestro ordenamiento jurídico descansa el bien hacer de las puñetas, porqué aquí, según dicen los que entienden de estas cosas, el que la hace la paga, pero como yo tengo ese toque de incredulidad, no estoy yo tan seguro.

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Era un día donde hacía algo más que frío. Las vacas que llevaban agavilladas hacia los establos exhalaban un halo de vapor por nariz y boca que parecía que estaban fumando. El matrimonio de ganaderos que dirigía su ganado calzaban con botas de goma y una ropa humilde, parecido a otros rincones de este país; en cuanto a la vaca, creo yo que la de Menorca y la de Madrid, se mean y cagan donde les parece, en eso son exactamente iguales. Después de darnos una vuelta por un precioso pueblo con los tejados llenos de nieve y las calles empinadas de un mal andar, entramos en un bar-restaurante, que tenía una chimenea realmente grande con un par de troncas en su interior ardiendo lentamente. Dos viejetes sentados en una mesa con una jarra de tintorro, seguramente de viña propia, permanecían callados, quizá porqué ya hacía años que se lo habían dicho todo. La escena era bucólica, la chimenea, el calorcillo, los viejetes de nariz colorada y aquellas cinco o seis fuentes de barro de bordes ennegrecidos por la herencia que deja el horno de leña, tenían dentro cada una un cochinillo abierto en libro, untado simplemente con manteca de cerdo que una moza de generosos mofletes iba untando con un pincel.

Me acerqué y le dije: «Señorita, y ¿el homenaje a qué hora?», «el encargado, eso se lo dice el encargado». A cosa de las dos de la tarde se empezaron a servir las tres o cuatro mesas que estaban ocupadas, y allí tiene que tener predicamento el cochinillo al horno porque eso fue lo que pedimos todos. María y yo nos sentamos cerca de la chimenea aunque tampoco tanto, porque al final acabas también asándote. Al tiempo se sentaban en una mesa junto a nosotros dos parejas, que en vez de pedir cochinillo pidieron pursella. Una de las señoras dijo: «Jaume, el proces no fa més que enredar la troca, escoltan si us plau». Cogiendo la mano de María, reuní el coraje suficiente para decirles: «Collons!»