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Hasta ahora solo teníamos tres posibilidades de alcanzar algo parecido a la inmortalidad, si por ésta se entiende trascender los límites del tiempo, no estar gozando infinitamente de los placeres físicos y mundanos. Desde luego la fe religiosa en una vida más allá, en la continuidad del alma. Otra es la descendencia, tener hijos, es una manera de dejar nuestra huella genética, de que alguien en el futuro repita nuestro gesto, nuestra mirada, nos recuerde..., porque la preservación de la especie está hoy más que garantizada. Por último, están las obras y actos en vida que permiten que años y generaciones después, un artista, un gobernante, un creador y su legado, perduren, formen parte de la historia. Eternidad, solo mencionar la palabra ya produce escalofríos, aunque ahora una empresa en Valencia – con una inspección ya abierta por la Generalitat–, se propone hacer que suene a negocio.

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Su oferta: congelar los cadáveres de sus clientes en tanques a 196 grados bajo cero, sumergidos en nitrógeno líquido, en criocápsulas para conservarlos durante al menos cien años, hasta que la tecnología pueda curarles y resucitarles. El precio son 200.000 euros más IVA si se paga al contado, aunque la empresa también ofrece pagar a través de una aseguradora. De momento la actividad mercantil no ha comenzado pero abre un debate que suena a ciencia ficción y sin embargo, ya lleva años produciéndose.

En 2016 una menor británica, enferma terminal, ganó una histórica batalla legal para ser criogenizada con la esperanza de obtener cura en el futuro. Su cuerpo se conserva en Estados Unidos, donde es legal. La ciencia nos plantea una nueva cuestión sobre la que existe un vacío normativo y no pocas dudas morales y también de índole práctico. «Cuando despierte, estaremos y le acompañaremos», dice el eslogan de Cecryon, pero ¿quién estará? ¿Cómo controlar o reclamar algo que debe ocurrir de aquí a cien años? El sueño del retorno a la vida ¿se tornará pesadilla?