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El pasado 2018, 47 mujeres, que se dice pronto, les han arrebatado la vida a manos de unos hombres que saltaron la barda que separa el amor del odio. Hombres cortos de entendederas, porque hoy se dan facilidades para terminar una relación, sin esa absurda bestialidad de hacerlo por las bravas, muchas veces asesinando en medio de la calle o en la clandestinidad de lo que fue su hogar, a su mujer, sin importarles que sus hijos estén presentes, para acto seguido a veces, matarse ellos. El hecho supremo de morir matando, incapaces de buscar otra solución.

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La política de imponer un alejamiento no acaba de ser la solución que garantice que aquello no va a terminar de una manera sangrienta. Pienso que incluso en determinados casos, para algún hombre sea la gota de agua que hace rebosar el vaso de la ira, el furor irrefrenable que alimenta su odio con el abono de la incomprensión, el machismo, la absurda prerrogativa del «aquí se hace lo que mando yo», de quiénes en su ignorancia, no saben que la convivencia de una pareja debe estar basada en el respeto mutuo y en la capacidad de ceder a la otra mitad una cuota de libertad, sin esgrimir el terrible paisaje de la duda, fiscalizando sin querer ser fiscalizado. ¿Qué la convivencia tiene su complejidad? No seré yo quien lo ponga en duda, pero un capitán de barco que sólo sepa navegar con calma chicha y a la primera ola dé el barco por perdido, más le valdría no salir a la mar. Quizá por eso no sería mala cosa antes de casarse, hacer un cursillo sobre la convivencia común, donde nos mostrasen la complejidad de las matemáticas en pareja. Todo me parece bueno sin con ello se consiguiera reducir las cifras aterradoras de tantas mujeres asesinadas.